11.2.12

Un presagio del fin del mundo


Es de mi hijo menor, pero ahora nos vamos a vivir fuera del país y no podemos llevarla. Le suplico que la reciba, los vecinos me han dicho que usted recoge animalitos desamparados, no sabríamos dónde dejarla. La señora fue amable. Yo le acepté en parte por compasión, en parte por curiosidad, pues nadie acostumbraba traerme al consultorio esta clase de animales, que me causaban fascinación desde que era niña. Pero no me dio tiempo ni de preguntar su nombre, la mujer se hizo humo después de dejármela sobre la mesa, como si se tratara de un perrito herido. A juzgar por su tamaño, casi un metro de longitud, tendría quizás unos tres años de edad. A juzgar por su breve cresta y su alargada cabeza, era una hembra. Felizmente estábamos en enero y el calor jugaba a su favor, pero me resultaba difícil entender las razones de la gente para sacarlas de su elemento y traerlas a la ciudad como si fueran mascotas. Ahora tenía delante de mí, medio adormecida, hermosa, monumental, a esta enorme iguana.

Desde que estudiaba veterinaria me gustaba llevar animalitos magullados a casa, los recogía, los curaba y me los quedaba, para fastidio de mis padres. Cuando empecé a ejercer terminé adoptando varios que sus dueños ya no querían tener y el vecindario terminó por tomar nota de mi filantropía con las mascotas desheredadas del mundo. Pero esta iguana era otra cosa. La señora, a quien nunca había visto por el barrio, no me dijo su nombre ni su dirección, no dio detalle alguno ni me preguntó siquiera si cobraba por el favor. 

Por fortuna, tenía en casa un jardincito interior con una hermosa madreselva y un ficus de buen tamaño al que eligió, sin remedio, como su nuevo hogar. Decidí llamarla Rebeca. Aunque estuve haciendo algunas averiguaciones para ver si podía devolverla a la selva, de donde nunca debió salir, todo fue bien con el ani-malito en casa hasta que llegó el tiempo de la reproducción. Ignoraba si Rebeca estuviera preñada, pero si acaso, sabía que las iguanas suelen enterrar sus huevos en febrero y ya me había resignado a los estragos que sus afanes excavadores podrían ocasionar en mi jardín. Fue entonces que noté algo extraño en su pecho y en su panza. Estaban muy hinchados. La examiné con cuidado, le hice algunas pruebas y el animal parecía estar sano, excepto por ambos detalles. 

No era una experta en reptiles, pero me quedé intrigada, por lo que decidí hacerle una ecografía. Quería descartar un tumor o alguna inflamación interna debido a alguna infección. Pero en el momento en que iba a llevarla al consultorio desapareció. La busqué por toda la casa y cuando estaba a punto de darme por vencida me di cuenta que estaba en una esquina del clóset, en pleno trabajo de parto. Mis ojos se negaban a aceptar lo que veían. Las iguanas son ovíparas. Pero este animal estaba dando a luz, como un mamífero. Saqué como 30 fotografías de esta increíble escena con mi celular y aguardé a prudente distancia a que el suceso culminara. Al salir su cuarta cría, la madre empezó a amamantar a los recién nacidos. No tenía lógica alguna, era un reptil, contradecía por completo las leyes de la evolución y la naturaleza, pero eso es lo que estaba ocurriendo delante mis narices. 

La iguana, soportó estoicamente el asedio de mis colegas y aún el de la prensa durante los siguientes 30 días, pues la noticia causó un impacto tremendo en la comunidad científica y en la opinión pública nacional e internacional. Me negué a que se la lleven con fines de investigación, pues cualquier cambio de ambiente y de rutina estresa mucho a estos animalitos, lo que podía terminar arruinando la relación de la madre con las pequeñas crías. Así es que tuve que dar entrevistas a la National Geographic y reunirme con destacados científicos de diversas partes del mundo en mi propia sala y, por si fuera poco, resignarme a aparecer dos veces en la portada de la revista Caretas. Yo siempre fui una persona retraída y de pocos amigos, por eso me incomodaba tanta notoriedad, pero no podía evitarla. 

Entretanto, Rebeca –a quien cierta prensa llegó a llamar el «eslabón perdido» en la evolución del homo sa-piens- daba muestras de una inteligencia inusitada. Las iguanas pueden comunicarse con otras a través de señales visuales, pero a mí me miraba fijamente cada vez que necesitaba algo y no me resultaba difícil pre-sentir su hambre, su fastidio, su temor, su cansancio e incluso su alegría a través de sus ojos. 

Más aún, Rebeca y sus crías, como los gansos de Konrad Lorenz, me seguían allí donde fuera: al dormitorio, a la cocina, a la biblioteca, al baño. Cuando quería llamar mi atención, resoplaba fuerte, después me miraba esperando a que interprete su deseo. Aprendió incluso a responder a su nombre y prefería estar a mi lado en pleno día que irse al jardín a tomar el sol como todos los de su especie. No me cabía duda, así pareciera una locura, estábamos conectadas. 

No obstante, tenerla en casa me resultaba ya insostenible. Rebeca era un milagro inesperado en mi vida, aprendí a quererla de una manera muy especial, por lo que no tenía la más mínima intención de exhibirla co-mo a King Kong en Nueva York. El problema es que tampoco podía convertirla en mi pasaporte al jet set de la investigación, pues al lado de la aristocracia académica mundial me iban a ver como una pichiruche. Yo no trabajaba en ninguna universidad o centro de investigación, era sólo una modesta veterinaria de barrio que ya no podía trabajar. El asedio de los periodistas era extenuante, el teléfono no dejaba de sonar, los vecinos estaban muy mortificados, no sólo por el alboroto constante, sino por el miedo que les infundía una criatura que algunos empezaban a considerar demoníaca. La prensa amarilla ya había sacado portadas donde afirmaban que era un animal maldito y un presagio del fin del mundo. 

Fue entonces que decidí entregarla por su propio bien y ponerla en mejores manos que las mías. Hice un buen trato con la Facultad de Ciencias Biológicas de la Universidad de Minnesota, donde le darían el máximo cuidado. Ellos fueron muy gentiles al ofrecerme una plaza de investigadora principal en esa institución con una remuneración de ensueño, pero me asusté, ni siquiera hablaba bien el inglés, nunca estuvo en mis planes vivir en los Estados Unidos, así es que decliné. Pasarían por Rebeca en los próximos tres días. 

Podríamos decir, sin embargo, que Rebeca entró en depresión. Después de haber pasado todo este tiempo dentro de la casa, de pronto regresó a su árbol con sus cuatro retoños. Le ponía sus verduras al pie del ficus y no bajaba a comer. No hacía caso cuando la llamaba, rehuía mi mirada. Parecía saber lo que estaba pasando. Estaba resentida conmigo. 

El viernes por la mañana vinieron por ella como estaba convenido, pero Rebeca se había esfumado. La bús-queda fue infructuosa. La única hipótesis plausible era que había trepado por las madreselvas con su familia a cuestas y huido hacia otro jardín. Buscamos en todas las casas vecinas con desesperación, pues no era muy querida en el barrio y no quería que nadie la lastimase. Después de 72 horas de búsqueda, nos dimos por vencido. Ni las recompensas ofrecidas a través de la televisión en los siguientes días dieron resultado. Rebeca simplemente desapareció. 

Fue al tercer mes de su huida, retornada la calma a mis días, apagados los flashes de las cámaras en los alrededores de mi casa, silenciado el teléfono, extinguidas las visitas de periodistas y encumbrados personajes de la ciencia, olvidada al fin por los noticieros de la televisión, de regreso a mi anonimato, que el círculo de la fortuna completó su vuelta. Estaba podando distraídamente mi madreselva, que había crecido exu-berantemente durante el verano, cuando me encontré de pronto, entre el follaje, con esos ojos enormes, brillosos, inmóviles, clavados nuevamente sobre los míos. 

Autor: Luis Guerrero Ortiz
Fecha: Lima, 21 de diciembre de 2014
Fotografía © musicapix/ www.flickr.com

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Fotografía (c) John Earley/ flickr.com