29.12.14

Todo será diferente


Jugaba con el lápiz desganadamente, con la mirada extraviada entre las tenues líneas de este cuaderno abigarrado de garabatos sombríos. La voz del profesor sonaba a la distancia como una música de fondo particularmente ajena. Fue entonces cuando le llegó la primera nota. De parte de Elena, le dijo Toño en voz baja y con una sonrisa cómplice. El pequeño sobrecito rosa no tenía nombre de destinatario. La nota era de ella, aunque no estaba dirigida a él. Si no hubiese llegado a conocerla como lo hizo, habría pensado que esta entrega se trataba de un error. Pero sabía que no. Arturo siempre fue su enemigo más odiado y ella quería que sepa que ahora andaban juntos.

La clase estaba por terminar, los estudiantes empezaban a guardar con inquietud sus libros y sus apuntes de clase, mientras el profesor terminaba de escribir en la pizarra el correo electrónico donde debían enviar sus trabajos. El interés por la estadística se le había ido extinguiendo en las últimas semanas y no quería volver a escuchar sobre variables discretas y continuas ni sobre la media y la mediana. Ésta y todas las clases se habían convertido en un murmullo insípido, monótono e irritante, desde que Elena decidió irse de su vida para siempre.

La nota, escrita a mano, era directa y vulgar. El tono lujurioso y cada una de las palabras elegidas no dejaban dudas acerca del tipo de relación que ahora tenía con Arturo. Renzo sintió un dolor intenso en la boca del estómago y una opresión en el pecho que en vano trató de disimular mientras salía del salón.

Qué te pasa, le dijo Toño, ¿te sientes mal? No, no, todo está bien, respondió Renzo. ¿Se trata de Elena?, replicó Antonio. Recuerda que Elena y yo terminamos hace tres meses, reaccionó él con incomodidad, y te suplico que no me vuelvas a alcanzar notas de ella. Toño no insistió más. En efecto, desde que esa pareja se desarmó, su amigo se había aislado mucho más y había regresado a ocupar ese espacio vacío en el que parecía sentirse protegido del mundo.

Renzo era un muchacho sencillo, muy destacado en los estudios y admirado por las chicas, pero algo tímido, siempre ajustado de plata y de vida más bien solitaria. Elena, una hermosa joven, deportista, sociable y extrovertida, encontró muy pronto la forma de acercarse a él. Cuando pasaron de ser amigos que se juntan a estudiar, a una pareja arrebatadamente enamorada, Renzo se volvió objeto de envidia de sus compañeros y de preocupación de sus amigos más cercanos. En los dos años que se conocían, a la susodicha no le habían visto nunca dar la vida por nadie y se sabía en cambio que dominaba con maestría el delicado arte de romper corazones.

Una semana después, fue en la cafetería de la universidad donde le entregaron la segunda nota. Se la dio Raúl, el empleado que recoge el servicio de las mesas. Me la entregó un joven que no conozco, le dijo a Renzo. Me pidió que te la diera en la mano. Renzo abrió el pequeño sobre celeste con nerviosismo. Escrita con bolígrafo de punta fina sobre un delicado papel Kimberly de color amarillo, la carta estaba firmada por Elena y dirigida a James Carreño, el profesor de estadística, haciendo un pormenorizado recuento de su último encuentro sexual en el almacén de la facultad.

El muchacho había llevado hasta entonces una vida más bien sosegada para su edad y aunque había tenido enamoradas, nunca había tenido experiencia de la crueldad ni el sadismo. Elena le había hecho vivir momentos de fantasía, pero era exigente y mordaz, no salirse con la suya la sacaba de sus casillas y él la había hecho enojar más de una vez negándole algún capricho, no por falta de amor sino de dinero o de tiempo, ya que a él sí le mortificaba faltar a clases. Esto, sin embargo, era un exceso. Es verdad que ya lo había amenazado antes con sustituirlo por los chicos que más odiaba, describiéndole las supuestas razones por las que esos tipos la excitaban de manera especial, sólo para despertar sus celos. No obstante, jamás imaginó que pasaría a la acción para hacérselo saber después con lujo de detalles. Él no había dejado de amarla y ella lo sabía, de otro modo no usaría esas notas para hacerle daño.

Las amigas de Elena podían dar fe de que esa relación comenzó con una apuesta. Renzo era un chico guapo, pero su timidez y su ingenuidad, que contrastaban con la inteligencia de sus intervenciones en clase, llamaban aún más la atención de las chicas. Como él era esquivo y no acostumbraba salir de cacería como sus demás amigos, Elena les dijo a sus amigas que ella se lo metería a la cartera en un abrir y cerrar de ojos. Eso fue exactamente lo que pasó, varios días después de pedirle ayuda para el curso de historia universal.

Un lunes por la tarde, Renzo entró a la biblioteca como acostumbraban hacerlo muchos después de almorzar para gozar de una siesta discreta. Fue cuando el bibliotecario, un viejo conocido suyo, le entregó la tercera nota, metida en un pequeño sobre, esta vez de color verde. Él lo guardó en su casaca sin abrirlo y se dirigió en automático al cubículo más lejano. Se sentó, dejó la mochila en el piso, colocó el libro sobre la mesa, sacó el sobrecito de su bolsillo, lo puso sobre sus papeles y lo contempló por largo rato sin abrirlo. Algunas lágrimas terminaron mojando la superficie verde del portador de esa nueva burla. ¿Por qué estaba haciendo esto?, ¿qué podía explicar tanto odio?

Es verdad, él le había pedido una tregua hace tres meses, no porque hubiera dejado de amarla sino porque no podía soportar más tanta presión sobre su vida, sobre esa vida tranquila y rutinaria de la que había gozado antes de estar con ella. Elena lo asfixiaba con sus pedidos, ahora era una fiesta, luego un paseo, después el cine, más tarde sexo, en seguida un chifa, mañana otra fiesta y otra vez más sexo. Él quería tomarse un respiro. Pero Elena nunca aceptaba un no. A mí nadie me deja, eso fue lo último que ella le dijo antes de marcharse, a modo de amenaza.

Dos semanas después, en la clase de Lógica I, Renzo se dormía. Justo cuando el profesor explicaba el significado de la lógica proposicional, Marta le pasó la voz por detrás. Oye, no te duermas, te va a ver el profesor. Un chico me dio esta cartita para ti antes de la clase. No me dijeron de parte de quién. Renzo abrió los ojos de par en par, tomó el sobre, un sobre blanco esta vez, se paró y salió del salón respirando con agitación. Se fue directo a los baños. Aún tenía en la mochila la tercera nota, la de color verde, sin abrir. Entonces la abrió y leyó con espanto una encendida declaración de amor erótico que Elena dirigía a un tipo cuyo nombre le resultaba vagamente familiar.

Renzo temblaba, volvió a llorar y se odió tanto a sí mismo que deseó no haber nacido. Si alguien como Elena era capaz de humillarlo así, de seguro era porque lo merecía. Se sentía indigno de amor y de respeto. Pensó en su madre, en su hermana mayor, en la ternura de la que fue objeto en sus primeros años, no entendía en qué parte del camino había perdido la gracia de dios. Luego sintió bronca, se le llenaron las venas de furia hacia Elena, hacia la primera mujer que había cometido la maldad de revelarle la poca cosa que ahora creía ser. Fue cuando decidió ir a buscarla.

Elena acostumbraba estar a esas horas en el gimnasio y él llegó justo cuando terminaba su entrenamiento. Renzo –exclamó ella con sorpresa al verlo- ¿leíste mi carta? De eso quiero hablarte, le dijo, por favor vamos a conversar aquí atrás. Los dos jóvenes salieron por la parte posterior de las instalaciones en busca de soledad. Renzo, le expresó Elena compungida, todo lo que he te he dicho en mi última carta es verdad. Lo suponía, respondió él entre sollozos y cubriéndose el rostro con las dos manos. Vine a decirte que nunca conocí a nadie tan mala como tú, pero supongo que soy yo el que no vale nada para que me humilles así… Basta por favor, le dijo Elena intentando retirarle las manos de la cara. ¡No me toques!, gritó el chico, avergonzado de sus lágrimas. Ella insistió en descubrirle el rostro y entonces forcejaron, pero Elena trastabilló y fue a caer sobre una vieja máquina de remo depositada en el traspatio. La muchacha cayó pesadamente entre los fierros de ese oxidado armatoste.

Sin atinar a reaccionar, clavada la mirada en el vacío, Renzo se sentó en el piso, junto al cuerpo inerte de la mujer que aún amaba locamente. Con los ojos llenos de lágrimas, abrió el cuarto sobre enviado por ella. Ya no importaba nada. Quería enterarse de su cuarta aventura, quizás para mitigar el miedo y el dolor de esos instantes con una nueva y más fuerte dosis de rencor. Este último sobre era uno normal de tamaño carta, al igual que la hoja simple de papel en la que Elena le suplicaba perdón por las notas anteriores, todas son falsas Renzo, jamás me atrevería a tocar a nadie después de haber conocido el amor contigo, he actuado como una chiquilla engreída y vengativa, siento vergüenza de mí misma. Pero si estás dispuesto a perdonarme, te prometo que todo será diferente. 



Autor: Luis Guerrero Ortiz

Fecha: Lima, 16 de diciembre de 2014
Fotografía (c) Fabrizio/ www.flickr.com

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