11.2.12

Fuga al infinito


Desde el fin de su adolescencia, Benito empezó a tomar distancia de la familia. Entonces me pareció natural. Su estrenada juventud y su ingreso a la universidad lo llevaron a organizar su vida con esa libertad que no había gozado antes en casa. Siempre fue parco, solitario, reservado con sus cosas desde niño, pero la mayoría de edad hizo más nítida esa manera de ser. A mi madre siempre le preocupó ese estilo. Déjalo ser, solía decirle, es buen muchacho. Y en verdad lo era, noble, amable, un poco ingenuo, incapaz de enojarse con nadie. Si él quería empezar a ser más independiente, como quien saca lustre a su nuevo estatus de estudiante, me parecía válido y abrigaba en todo caso la esperanza de que tuviera al fin una mayor vida social. En verdad, era difícil descifrarlo, no sabía qué había en su cabeza detrás de sus silencios, nunca fui su confidente, quizás no supe ganarme su amistad, pero era mi hermanito y lo quería a morir.

Recuerdo que un par de años después de su debut en la vida universitaria, con el nacimiento de mi primer hijo, las cosas empezaron a cambiar un poco. Ben me visitaba cuando menos dos veces al mes trayéndole regalos hermosos a su sobrino. ¿Cuánto te has gastado en esto?, le decía siempre mi mujer, admirada no sólo de su generosidad sino del lujo que se daba al comprarle cosas que ni nosotros podíamos adquirir. Por entonces, él ya se había ido de la casa de mi madre, había alquilado un cuarto cercano a la universidad y lo compartía con uno de sus nuevos amigos. 

Benito no trabajaba, pero tenía mucha habilidad con las computadoras y se ganaba sus centavos instalando programas, desinfectando máquinas o reparando los numerosos entuertos provocados por manos inexpertas en las computadoras de familiares y amistades de sus compañeros. De ahí venían sus ingresos, nos decía. El caballito balancín de madera que le trajo a Tadeo cuando cumplió su primer año era bellísimo,  parecía extraído de un tiovivo. Es aún muy pequeño para subirse allí, recuerdo que le dije emocionado. Ya crecerá me respondió, con esa enigmática sonrisa que siempre lo distinguió. 

Estas aproximaciones, sin embargo, no cambiaron mucho el panorama de nuestra relación. Ben seguía siendo parco y no le gustaba hablar de sí mismo. Nunca contaba nada trascendente, nada personal, sólo lo justo para mantener la conversación. 

Cuando Tadeo cumplió dos años, nació Cloe. Para entonces ya me había podido mudar a una casa más grande y fue allí donde empezaron los pequeños favores. Tienen un patio grande, nos dijo un día, ¿podrían guardarme algunas cajas con cosas que ya no tengo dónde poner? Primero fueron dos, luego cuatro, recuerdo que llegué a guardarle hasta diez cajas de cartón, cuyas etiquetas decían libros, ropa, zapatos, piezas, vajilla. De vez en cuando venía a llevarse algunas. Luego regresaba trayendo otras. Para entonces ya se había comprado una camioneta, que un amigo se la remató por motivos de viaje según contó. Siempre me pareció algo extraño pero, conociéndolo, sabía que no valía la pena ni preguntar pues obtendría siempre una evasiva por respuesta. Después de todo, eran sus cosas, era su vida. Y era mi hermanito. 

Cloe no balbuceaba aún sus primeras palabras cuando ocurrió todo. Mi madre llamó angustiada esa noche para contarme que habían detenido a Ben, que fuera a averiguar qué había pasado, que seguro se trataba de un malentendido. Con el paso de las horas, las cosas se fueron poniendo peor. Benito fue puesto a disposición de la fiscalía acusado de tráfico de drogas. Mi madre estaba desecha, mi perplejidad no tenía límites y ambos nos negábamos a aceptar que todo esto fuera cierto.

El abogado que le envié de inmediato, un viejo amigo del barrio, me dijo que le resultaba difícil ayudarlo porque no quería confesarle nada y tampoco quería hablar conmigo. Parecía estar en shock. En ese instante, invadido por una ansiedad mayúscula, corrí a mi patio a abrir por primera vez esas cajas misteriosas. Era lo que me temía. Había numerosas bolsas de pasta básica e incontables fajos de billetes en todas ellas, camuflados entre libros y ropa vieja. 

¿Cómo pudo suceder esto?, ¿en qué momento se involucró y cómo?, ¿dónde estaba yo que no me di cuenta de nada? La culpa que me invadió en ese momento fue devastadora, pero también la bronca y la desesperación, ¿cómo pudo ser tan inconsciente, tan irresponsable?, ¿cómo iba yo a explicarle a la policía la presencia de esas cajas en mi casa sin comprometerme?, ¿cómo pudo exponernos así?

El abogado movió contactos en la fiscalía y me dijo que iban a ampliar las investigaciones a toda la red familiar de los implicados, que habían estado vigilándolo durante meses, que sabían de sus visitas nocturnas con bultos a mi casa y que era altamente probable que haya orden de detención preventiva para nosotros. Me aconsejaba presentarme a la policía y relatar cómo habían sucedido los hechos a lo largo de estos años, que él me iba a asesorar y acompañar, su defensa se enfocaría en demostrar que nosotros no éramos culpables sino víctimas. 

Naturalmente, esa estrategia suponía afrontar la altísima probabilidad de ir presos de todos modos y, de paso, hundir más a Ben, pues no sabíamos cuál era su rol dentro de ese grupo criminal o cuál sería su coartada. Él se negaba a hablar con nosotros. Recordaba a Wittgenstein cuando dijo que aquello que se deja expresar debe ser dicho de manera clara, pero aquello de lo que no podemos hablar hay que callarlo. Por si fuera poco, ¿qué iban a hacer los jefes del cártel conmigo si acaso imaginaban que yo podría haber cogido parte del botín aprovechando las circunstancias o que él me habría pasado información privilegiada sobre ellos? Por dónde se le mire, estábamos embarrados. 

Adoraba a mi hermano, pero yo tenía esposa y dos hijos pequeños cuya vida estaba en riesgo. La decisión que tomé fue dura y complicada. Todavía estaba libre. Aún no había sido acusado ni detenido ni tenía restricciones para salir del país. Mi situación variaría quizás en cuestión de horas. Yo había sido profesor visitante en la Universidad de Monash por varios años y allí me tenían aprecio. Conocía Melbourne como la palma de mi mano, era una ciudad encantadora, más pequeña que Lima, atravesada por tranvías, poblada de parques y jardines, con un clima algo inestable pero menos sofocante que el de Sidney y una intensa vida cultural. Así es que en contra de la opinión de mi abogado, aunque con la aprobación de mi madre, metí a mi familia en una maleta y nos vinimos a Australia. 

Me cuesta aceptar que hayan pasado veinticuatro años desde entonces. Tadeo y Cloe son ahora profesionales, dos jóvenes hermosos y de gran corazón. Después de todo, podría decirse que mi misión ya fue cumplida. Voy a extrañar tantas cosas lindas que compartimos aquí, la cultura bohemia de Fitzroy, nuestros paseos gastronómicos a Johnston Street y a los parques asombrosos del Carlton Gardens o a la apacible Williamstown con su aroma a mar y sus miradores espectaculares, lugares maravillosos donde fuimos felices, charlamos sin tregua, jugamos sin pausa y reímos a más no poder. Cuánto los quiero chicos, acompañen mucho a su madre hasta que todo esto pase. Avisen a la Universidad. No quisiera que mis alumnos me esperen en vano. A mí me gustaba mucho el lema italiano de mi universidad adoptiva: Ancora imparo, “todavía estoy aprendiendo”, una frase de Miguel Ángel que he recordado siempre a mis alumnos, pues cuanto más sabe uno más humilde está obligado a ser.  

Nunca pensé que la Great Ocean Road, que hemos recorrido en familia tantas veces con fascinación, iba a ser para mí el umbral a la otra vida, ni que el magnífico océano austral, sobre cuyo horizonte contemplé incontables atardeceres, iba a ser mi última morada. Debería estar orgulloso de terminar así y no en la cama solitaria de un hospital. Mi auto se hunde lentamente y el agua sigue subiendo. Qué ironía. He ofrecido en la universidad tantas conferencias sobre la filosofía de la muerte, contando lo que pensaban Zubiri, Kant, Scheler, Aristóteles, Descartes, de esa vieja implacable y traicionera... y ahora soy yo el que está recostado junto a ella, sin poder huir. La pena que te invade por todo lo que dejas es infinita. No importa, lo acepto. Nietzsche tenía razón en esto, no hay motivo para buscar el sufrimiento, pero si acaso llega a tu vida hay que mirarlo sin temor y con la frente en alto. Yo elegí poner a salvo a mis hijos en vez de dejarme arrastrar por las consecuencias de errores ajenos y siento que hice lo correcto. No podía hacer más.

Mi hermanito debe salir libre en catorce meses. No sé cuánto quede de él, del niño que tanto amamos, después de veinte años de cárcel, pero me hubiera gustado estar ahí para recibirlo cuando salga, para pedirle, para rogarle que nos perdonemos mutuamente por no haber sabido hacer lo necesario en beneficio del otro. Qué sería de la vida sin errores, después de todo. Todavía estoy aprendiendo, Benito. Espero que tú también. El agua está helada, tengo el cuerpo entumecido, ya no quiero pensar más… hasta mañana Ben. Deja una luz encendida cuando salgas. Y no te lleves mis llaves otra vez. 


Autor: Luis Guerrero Ortiz
Fecha: Lima, 01 de febrero de 2014
Fotografía © Celia Piñero/ www.flickr.com

No hay comentarios.:

Todos mis cuentos

Todos mis cuentos
Fotografía (c) John Earley/ flickr.com