7.1.15

La protegida de Dios


Le decían Canela, quizás por ser morena o a lo mejor por la dulzura de su trato y el buen aroma que dejaba después de una buena conversación. No era una mujer muy alta pero su personalidad era enorme y le daba la talla que en verdad merecía tener. A sus 40 años, estaba convencida de que había dejado ya de llamar la atención de los hombres y se negaba a aceptar el hecho de vivir más y mejor asediada que al cumplir los 20. En su sencillez, Canela no aceptaba su condición de intelectual y, sin embargo, era inocultablemente inteligente, locuaz, cautivadora, los alumnos de la facultad –varones en su mayoría- amaban el periodismo sólo cuando estaban con ella y era la única con la que aceptaban trabajar en todo cuanto se les pedía sin chistar. Es por estas y por otras razones más que su repentina e inexplicable ausencia sumió a sus amigos, colegas y alumnos de la universidad en la más grande consternación.

Fue una mañana de primavera, a fines de octubre del 98, que sus alumnos se sorprendieron de no verla llegar. En todos los años que llevaba a cargo de esa cátedra, no faltó ni una sola vez y aun con fiebre, migraña o dolor de estómago no se perdía nunca una clase. Ocurrió lo mismo en los días siguientes y fue recién después de una semana –cansados ya de timbrar su teléfono o tocar la puerta de su departamento en Barranco- que denunciaron su desaparición. Canela no tenía familia en Lima. Ella siempre decía que era hija única y que sus padres habían fallecido hacía más de quince años. No había primos ni tíos, aunque sí una red muy amplia de amistades, ahora hundidas en el desconcierto.

Cuando la policía allanó su vivienda encontró todo en su lugar. No había señales de robo o de lucha. Ni las puertas ni las ventanas lucían violentadas. La pequeña mesa de la cocina estaba servida, con una taza de café ya frío y a medio beber, algunas tostadas con mantequilla apenas mordisqueadas, una caja abierta de cereal y un vaso de yogurt sin abrir, la televisión encendida y toda la ropa en el closet. No había indicios de alguna presencia extraña. La tierra se la tragó, un OVNI la secuestró o, simplemente, huyó de algo o de alguien de manera intempestiva.

Canela –Estela López para los extraños- llegó a Lima seis años atrás y sus méritos académicos le permitieron acceder sin dificultad a la cátedra de Introducción al Periodismo y a la conducción del Taller de Crónicas. Había hecho muchas amistades en el mundo intelectual de Lima, aunque sus fines de semana no hacía vida social, prefería recluirse en su departamento en Barranco a avanzar una tesis de maestría, según refería siempre a manera de excusa. En su Hoja de Vida decía que venía de enseñar en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata.

Germán, uno de sus alumnos más devotos, era el más golpeado por el suceso. El joven, de 22 años y cabeza rapada, que cubría siempre con una gorra negra, acostumbraba sentarse en primera fila para observar extasiado el despliegue de histrionismo de su profesora favorita. El cabello suelto, la falda corta y la armonía de su rostro color canela, adornado por sus finos lentes Guess de color negro, aportaban razones adicionales para mantener la atención en ella. Por lo demás, Canela le había concedido muchas horas de consejo y orientación en sus intereses periodísticos, claramente inclinados a la investigación y la política, una tutoría que había contribuido a nutrir minuciosamente su ya declarada admiración por ella.

Por esos días Germán debía viajar a la Argentina para atender asuntos familiares –su hermano menor estudiaba derecho en la Universidad de Buenos Aires- y aprovechó para averiguar sobre Canela en su antigua universidad. A lo mejor había regresado a La Plata y sus antiguos amigos de esa facultad sabían dónde encontrarla. Las autoridades universitarias lo atendieron con mucha amabilidad, pero la noticia de que ninguna Estela López había enseñado allí lo dejó estupefacto. La verdadera titular de los cursos que habrían estado a su cargo en esa época, según su CV, era Andrea Viviani, una destacada comunicadora que, por casualidad, también desapareció repentinamente seis años atrás, abandonando la cátedra. El muchacho logró tener acceso al Currículum Vitae de la Viviani y la fotografía no dejaba lugar a dudas: era Canela, aunque con cabello corto, ensortijado y castaño, no negro, largo y lacio como el de Estela. No usaba lentes.

Germán no obtuvo ninguna información útil sobre las razones de la desaparición de Andrea Viviani. Para todos sus allegados fue siempre un enigma, pues ella se fue dejando intactas todas sus cosas, su ropa, sus libros, sus enseres y hasta su canario. Se supo tiempo después que había logrado cerrar sus cuentas bancarias, lo que hizo sospechar de un robo o una huida. Tampoco se le conocía familia en Argentina. El «Pelao», como le decían sus compañeros en la facultad, estaba anonadado.

Andrea era encantadora, y a pesar de ser tan carismática vivía de manera solitaria, le contó Guillermo, uno de los profesores más próximos a ella. Nunca se le conoció un pibe. Le gustaba encerrarse en su casa a trabajar los fines de semana, decía que estaba haciendo una investigación para la tesis de una maestría que había llevado hace años en España. Nos dijo que quería graduarse ya y que por eso se aislaba. Ella vivía en Belgrano, en una torre residencial frente a las Barrancas. Tenía un mastín inglés, qué bárbaro perro, metía miedo. El día que ella desapareció se lo encargó a un vecino del edificio, eso se supo días después. 

En el Currículum Vitae de Viviani figuraba también que, cuatro años antes, había enseñado en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Externado, en Bogotá. Germán tenía colegas y amigos cercanos en esa ciudad, así que no perdió tiempo en encargarles una indagación adicional. Pero, ninguna Andrea Viviani había trabajado en esa universidad. Entonces les pidió que averigüen si en el medio periodístico se sabía del caso de alguna colega con las características físicas de Canela que hubiera desaparecido de la noche a la mañana sin dejar rastro.

En efecto, la nueva pista dio mejor resultado. La periodista más destacada en el área de investigación durante esos años, que un buen día también desapareció envuelta en el misterio, había sido Gina Linares, del diario El Espectador. Sus colegas colombianos especulaban un secuestro, riesgo al que se enfrentaba cualquier periodista que se atreviera a indagar sobre hechos de violencia, narcotráfico y política. En las profundidades de esas negras aguas Gina acostumbraba sumergirse con valentía. De hecho, una investigación suya había desatado un escándalo político y había provocado la detención de un juez, un jefe policial y dos diputados, expresiones visibles de una extensa red de corrupción, de insospechados alances. 

Cuando Germán recibió la fotografía de la Linares en su celular, se le aceleró el corazón. Esa pelirroja de cabello largo y ondulado era, sin duda, una Canela más joven, de unos 30 años de edad.  

Con el apoyo económico del decano de su facultad, mentor de Germán, amigo cercano de Canela y muy interesado en el caso, el chico partió a Bogotá a entrevistarse con José Pacheco, uno de los periodistas más veteranos de El Espectador y mentor de Gina, según le habían referido. Don José era un hombre locuaz, alto y flaco, de pelo cano y voz grave, siempre ataviado con un terno impecable. Él le contó que ella fue objeto de seguimientos extraños durante su investigación y recibió varias amenazas de muerte, antes y después que salió publicada la serie de artículos que documentaban sus hallazgos. Era valiente, arriesgada, a veces demasiado imprudente, se metió muy al fondo de un pozo de serpientes y pagó las consecuencias. 

Las palabras del viejo se entrecortaban a veces o demoraban en salir. Hacía continuas pausas para aspirar su cigarro y no dejaba de jugar con el botón de su saco. Esa pequeña y luminosa oficina, atiborrada de papeles, paneles de corcho con avisos urgentes, teléfonos de múltiples botones y computadoras de última generación, pudo ser el tipo de ambiente en que Canela o Estela o Andrea o Gina o como se llamase, empezó a labrar el destino del que ahora era víctima. 

A ella le mataron al esposo. 

Al parecer, esa era la frase que a José Pacheco le había costado tanto pronunciar. La dijo de manera directa, mirándole a los ojos. Germán se paralizó por unos segundos. Canela había estado casada y a causa de una tragedia había quedado viuda.

Fue un drama terrible. Fue el cumplimiento de una amenaza. Le habían dicho que no la matarían a ella sino a los que más amaba. Gina tomó nota del hecho y envió a sus padres a Estados Unidos, a casa de un familiar, con su pequeño hijo de 10 meses. No los envió por vuelo comercial sino en el avión privado del dueño de este diario, los sacó a escondidas. Aquí los reportó como desaparecidos. Yo lo sé porque fui el que le dio la idea. Se lo cuento porque ya han pasado 10 años desde entonces y porque sus planes era trasladarlos después a otro lugar. Nadie sabe dónde están ahora. 

Don José, ¿y por qué no se fue con ellos? 

Porque no quería abandonar su investigación, después que los despachó ella continuó publicando, haciendo nuevas revelaciones, Gina era una mujer fuerte y obstinada. No era de las que se rinden. Tenía el apoyo de todos nosotros, pero la que firmaba sus notas era ella y después de este episodio colocaba «a la memoria de mi esposo» al final de cada uno de sus artículos. 

Entonces, ¿cómo y por qué se hizo humo?

Fue un incidente confuso el que rodeó su desaparición. Apareció un día una persona muerta en su casa con dos balazos en el cuerpo y de Gina no se supo más. Ella estaba armada, se había entrenado para defenderse de cualquier ataque y se presume que fue ella misma quien lo abatió, aunque al sujeto no le encontraron armas. La hipótesis que ha prevalecido es que fue secuestrada, pese a que no se hallaron señales de violencia en el departamento. Al muerto, un joven de 22 años, no le encontraron antecedentes y no había nada en su historia que lo vinculara a ella. Pudo haber sido su primer trabajo como sicario. Quizás se lo «sembraron» para inculparla después. Recuerde que parte de la policía estaba involucrada en la mafia. Eso jamás se esclareció. Pero la historia que usted me cuenta me lleva a pensar que Gina está viva. Ahora me explico una cosa.

¿Qué cosa? Cuénteme don José, ¿hay un cabo suelto?

Pues desde que Gina desapareció he venido recibiendo cada dos o tres meses un sobre con nuevas revelaciones sobre la red de corrupción que ella investigó. Las firma siempre un tal Abel Santos, que de seguro es un seudónimo. Hemos usado esa información para continuar la indagación periodística de este diario y le ha sido muy útil a la investigación judicial. Han seguido cayendo más encumbrados personajes, aunque se sospecha que es sólo el 10% de todos los implicados. Un dato recibido hace un mes permitió encarcelar nada menos que al fiscal de la nación. No se imagina la conmoción que esto ha causado aquí. Ha sido un golpe durísimo para esta banda. 

Germán regresó a Lima aturdido, asustado y confuso. Le resultaba difícil conciliar la imagen de la mujer cuya gracia y lucidez académica había admirado tanto, con la historia de esta aguerrida luchadora contra el crimen organizado. Lo primero que hizo fue buscar a Gutiérrez, el decano de la facultad de periodismo, para compartir la información reunida y ensayar algunas conclusiones. Por lo pronto ya no cabían dudas: Estela López era Gina Linares y había protegido su identidad para proseguir con su investigación. Ahora faltaba esclarecer qué circunstancias en particular motivaron su huida de Colombia, Argentina y Perú, quién la perseguía, si seguía viva y cuál era su paradero. ¿Se trataba acaso de una mafia internacional? ¿Hasta dónde llegaban sus tentáculos? 

Me interesa mucho esta historia, dijo Gutiérrez, rompiendo el tenso silencio que invadió su austera oficina cuando el muchacho concluyó su relato, pero me interesa más Estela. Por favor, siga indagando Germán, sólo le pido que lo haga con prudencia, si está viva y libre, no hay que sacar nada a la luz que la ponga en riesgo. Por ahora, su misión es contactarla. Haga un trabajo pulcro, que yo le daré valor académico. Honre a esta facultad y honre también a su maestra. 

Entretanto, en el bungalow número 17 de una hostería ecológica ubicada en el km. 121 de la vía Quito-Calacalí-La Independencia, Ecuador, rodeada de una flora resplandeciente, con más de 35 mil especies de plantas y hermosas aves de toda clase, una agraciada mujer de unos cuarenta años y tez canela acaba de recortar sus largos cabellos negros, para teñirlos después de color rubio. Ensaya ahora frente al espejo una moda casual, mientras piensa en el nombre que combine mejor con su nueva apariencia. Podría ser Fabiola, Mariel o quizás Samara, que en arameo significa «la protegida de Dios». 


Autor: Luis Guerrero Ortiz
Fecha: Lima, 7 de enero de 2015
Fotografía © Lorena Reyes/ www.flickr.com

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