11.2.12

Las galletas de Graciela



Su teléfono no dejaba nunca de sonar. Los correos electrónicos se contaban por cientos cada semana y los mensajes de texto solían desbordar su celular hasta el límite de lo incontestable. Joselyn no era una estrella de rock ni una actriz glamorosa de gran resonancia mediática. Tampoco un personaje público cuya actividad la expusiera a los ojos del mundo cotidianamente. Su oficio era hacer galletas, que las vendía por internet bajo el seudónimo de Graciela. Ocurre que, como podrían haberle dicho sus profesores de marketing, «Las Galletas de Graciela» sonaban mejor que «Las Galletas de Joselyn». Además, G&G eran las siglas de su empresa y la doble G de su logotipo lucía tan elegante. Las artes de la repostería eran un legado directo de su abuelo Carlos, un antiguo panadero muy querido por la vecindad y cuya natural simpatía formaba también una parte muy significativa de la herencia familiar por línea paterna. Porque Joselyn era una mujer muy carismática. A sus 33 años, sus amigos, amigas y simpatizantes eran una auténtica legión.

Conversar con Joselyn era una experiencia tan grata para cualquiera, que las horas se sucedían sin misericordia y parecían condensarse apenas en un instante fugaz. Su apertura infinita a toda clase de idiosincrasias, su alegría, su sencillez, su inquebrantable optimismo y su singular gentileza la fueron convirtiendo para sus compañeros, desde que era niña, en un artículo de primera necesidad. La madre, una mujer hasta cierto punto más asocial, vivió la infancia y sobre todo la adolescencia de su única hija en un estado de alerta continua, esforzándose de mil modos por mantener a raya a sus incontables simpatizantes. Mas era inútil. Los efectos de la atracción tan fuerte que ejercía la personalidad de Joselyn, sobre todo cuando ingresó a la universidad, terminaban trascendiendo todas las barreras del celo materno. 

Sus amigas la buscaban con insistencia para tomar café o sólo para pasear por cualquier centro comercial y, de paso, hacerla objeto de toda clase de confidencias. Tengo algo importantísimo que contarte, quiero que leas mi último poema, ayúdame a elegir el nido para mis hijos, a que no sabes quién me ha dicho para salir, ¿no te provoca tomarte un juguito en Frutix? Sus amigos la admiraban y la invitaban todo el tiempo, cualquier oportunidad era propicia, la última película de Tim Burton, el estreno de la obra de Alberto Ísola, el próximo concierto de Norah Jones o el nuevo tipo de hamburguesa lanzada por Bembos. No había novio que tolerase tanta popularidad. La compañía de Joselyn era una suerte de bálsamo para todos los que la conocían y aún para quienes acababan de conocerla. Y a ella le agradaba mucho ese rol.

La muchacha, sin embargo, empezaba a cansarse del asedio. La creciente prosperidad de G&G en las redes sociales tenía mucho que ver con la indiscutible cualidad de sus galletas caseras salpicadas de chocolate, pero también con la arrasadora sonrisa de ‘Graciela’ mostrando una fuente de sus productos, en la mejor foto promocional de la empresa. Todos querían sus galletas aunque, dado que ella misma era la que distribuía sus ventas a domicilio, nadie quería perder la oportunidad de conocerla en persona. Joselyn, siempre disponible, siempre dispuesta a entregar un tiempo amable a los demás, empezó a incomodarse. Se sentía cercada, sin tiempo para sí misma, sin espacio para sus planes, turbada y abrumada por tantas y tan constantes demandas. 

El sábado en la mañana, Joselyn preparaba galletas. Mientras cantaba «Ahora no quiero aspavientos, solo una charla tranquila entre dos…», una emotiva canción de Alejandro Sanz, batía en un recipiente los acostumbrados 120 gramos de mantequilla y los 200 gramos de azúcar para obtener la crema, sobre la que después agregaría un huevo y esencia de vainilla. Antes de incorporar a la mezcla los 80 gramos de harina tamizada con la cucharadita de polvo royal, los 80 gramos de avena, los 60 gramos de coco rallado y los 80 gramos de chocolate picado, sonó el celular de la empresa. Una voz grave y pausada, que se identificó como la del Dr. Navarro, le hizo un pedido de 200 galletas para esa misma noche. El encargo era importante y Joselyn se afanó en atenderlo con especial esmero. Dar con su casa no le fue difícil, una vistosa placa metálica llevaba su nombre: Dr. Jorge Navarro, Psiquiatra. 

El doctor, un hombre grande, afable y muy bien vestido, recibió el paquete con gratitud. A Joselyn le cayó tan bien que, sin pérdida de tiempo, el lunes por la tarde ya estaba en consulta compartiendo sus angustias con el especialista. Navarro escuchó toda su historia con paciencia profesional y no tuvo dificultades para hacer su diagnóstico: sociabilidad exacerbada. Aunque su caso ha llegado a extremos indeseables, no es nada que no tenga remedio. Tranquilícese usted, todo va estar bien. Por ahora, se va a tomar diariamente una de estas pastillas al acostarse y después de una semana empezará a notar la diferencia. 

Joselyn siguió las indicaciones al pie de la letra pero, el domingo siguiente, siete días después, seguía sintiendo el mismo agobio. No obstante, algo extraño empezó a ocurrir en sus rutinas. Las llamadas telefónicas ese día fueron sumamente escasas. Los e-mails recibidos no fueron más de tres y casi ningún mensaje de texto en su iPhone. En los días siguientes, sus amistades la llamaban más esporádicamente y, por lo general, no para proponerle una cita sino para hacerle alguna consulta casual. Las únicas dos veces que salió con amigos esa semana, además, ella dejó de ser el centro de la conversación. Ninguno mostró como antes, desesperación por engancharla con una siguiente reunión. En general, la vida social de Joselyn dio un vuelco sorprendente. Las confidencias cesaron, las conversaciones con ella se fueron haciendo ocasionales y más triviales, hasta los clientes dejaron de insistir en que sea la misma ‘Graciela’ en persona quien le llevase sus pedidos. 

Al principio, Joselyn se sintió tan asombrada como aliviada. Ahora le sobraba tiempo. Su agenda estaba más limpia, podía organizar su vida con más libertad y con menos obligaciones sociales. Tomó un curso avanzado de repostería por las noches y uno de fotografía los sábados por la tarde, ocupando tiempos que antes estaban reservados para sus constantes salidas. Iba al cine sola cuando le provocaba y a ver lo que ella elegía, sin tener que concertar la película con cinco personas más. Entraba a cualquier restaurante a comerse un sándwich y a disfrutarlo sin abrir la boca para otra cosa que no sea para morderlo a sus anchas, ni tener que quedarse dos horas después de terminarlo para prolongar una plática a costa de su propio sueño. Joselyn estaba tan agradecida al Dr. Navarro, que cada 15 días le enviaba 20 galletas especiales de avena y coco con chips de chocolate, preparadas con mucho amor. 

Tres meses después, Joselyn entró en depresión. Ahora que sus amigos ya no estaban a mano ni pendientes de ella, ahora que su compañía había dejado de ser una necesidad para la gente, se sentía sola. No entendía por qué su vida estaba tomando ese giro tan extraño y funesto, qué estaba haciendo mal, qué estaba cambiando en ella que en vez de atraer a las personas como antes, estaba más bien alejándolas. 

Cansada de llorar su suerte cada noche, Joselyn se decidió a acudir nuevamente al Dr. Navarro. Necesitaba una explicación. Grande fue su desazón, sin embargo, al comprobar que el teléfono al que antes le llamaba aparecía desconectado. Aún más grande fue su sorpresa al encontrar que en su casa vivían dos ancianas que juraban no conocerlo ni haber oído hablar nunca de él. No había placa en la puerta, tampoco indicios de que hubiese habido alguna antes. 

Sentada en su cama, desorientada, perturbada, descompuesta, Joselyn contemplaba de arriba abajo el frasco con las pastillas que le recetó el desaparecido psiquiatra. No tenía lógica. Era imposible que hubiera una relación entre lo acontecido en su vida y esas misteriosas cápsulas rosadas. No obstante, la muchacha decidió no tomar la pastilla esa noche ni las siguientes. 

A la semana de haber suspendido el tratamiento, su celular empezó a sonar de nuevo con insistencia. Los mensajes de texto arreciaron, su bandeja de correo y su buzón de voz se volvieron a cargar con proposiciones o saludos que terminaban ritualmente con un cálido y entusiasta ‘¿cuándo nos vemos?’. Joselyn suspiró profundamente. Sacó el frasco del Dr. Navarro del cajón de su velador y leyó por enésima vez la etiqueta, hasta que empezó a tomarle sentido a una línea que había repasado mil veces: dosifíquese con sensatez.


Autor: Luis Guerrero Ortiz
Fecha: Lima, 02 de diciembre de 2012
Fotografía © DiegoSalcido/ www.flickr.com

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