11.2.12

Que me parta un rayo


Marcial Mendoza, qué duda cabe, era un tipo taciturno. Sus ojos enrojecidos contagiaban melancolía, sus largos silencios invadían cada conversación de un pesar inexplicable, sus palabras –las pocas veces que se animaba a hablar de sí mismo- solían estar cargadas de nostalgia. Peor aún, sus continuos rechazos a cada entusiasta invitación a la disipación de sus amigos lo fueron proyectando en sus círculos más íntimos como un hombre huraño. A decir verdad, Marcial, conocido en el pasado como un optimista y cuyos compañeros apodaban cariñosamente M&M, nunca pudo recuperarse de la partida de Rita, una amiga entrañable a quien jamás pudo acercarse más allá de las mutuas cortesías y que al final se mandó mudar sorpresivamente a Madrid a vivir una larga temporada con su tía Clara.

Este hombre triste vivía solo en la calle Los Granados, distrito de Chaclacayo, en una espaciosa finca propiedad de sus difuntos abuelos y colindante con una pequeña colina, a cuya cima solía encaramarse cada noche para llorar a solas. Así, además de la luna, las siete estrellas de la Osa Mayor o las dos más brillantes de Orión, según el humor del cielo, fueron durante largos meses mudos testigos de un sufrimiento que parecía irreversible. Era como si alguna cuerda muy delicada en su interior se hubiese quebrado para siempre. 

El tiempo suele traer dulces salidas a amargas dificultades, le repetía siempre su hermano Manuel, parafraseando a Cervantes, sin lograr consolarlo. Era el que más había logrado acercarse a Marcial, después de mí. Pero a ambos nos decía una y otra vez que no había nada en él que pudiera ser digno del amor de una mujer como Rita. Que durante el largo periodo en que cultivó ese vínculo con tanta expectativa se sintió profundamente respetado y apreciado pero nunca amado, y que nada de lo que hizo fue suficiente para convertirse finalmente en objeto de necesidad y deseo para ella. Su viaje a España por dos años y la gran frustración que le quedó como legado de esa ilusión eran el final de esta historia. Que me parta un rayo, solía repetir en sus momentos de mayor locuacidad, casi siempre después del quinto chilcano. 

Había noches en que lograba divisarse a Polaris en el limpio cielo de esa zona de Lima, la estrella más brillante de la constelación de la Osa Menor, y de vez en cuando a las estrellas de la constelación de Casiopea dibujando la corona de quien fuera la madre de Andrómeda. En la mitología griega, Casiopea era esposa del rey Cefeo de Etiopía y se distinguía por su singular belleza, considerada superior a la de las Ninfas del Mar Mediterráneo. Cada vez que lograba o creía observar ese conglomerado de astros, en la solitaria y fría cumbre de aquella colina rocosa, el recuerdo de Rita y las galanterías cortesanas con las que acostumbraban jugar cada vez que se veían, le arrancaba una sonrisa.  

En ocasiones, su vista era gratificada con el extraordinario espectáculo de estrellas fugaces atravesando el cielo. Estas partículas de hielo o rocas, fragmentos de algún cuerpo celeste desprendido de algún cometa o estallido cósmico, pueden llegar a medir decenas de metros. Dicen los científicos que unos 100 millones de meteoros aproximadamente pueden ser observados a simple vista en cualquier lugar del mundo y durante las 24 horas del día. No obstante, la perenne contemplación del infinito y sus maravillas no disipaba la mente de Marcial. Sentado siempre sobre la misma roca, en la que había escrito una frase de Víctor Hugo: «morir de amor es vivir», debajo de su nombre y el de Rita, clavaba cada noche su mirada en el firmamento en busca de respuestas a una sola pregunta: ¿por qué se fue? 

Yo le presenté a Rita. Debo confesar, sin embargo, que nunca imaginé que una prolija artesana de la madera pudiera encontrar tanto interés en escuchar a un ingeniero electricista hablar de las leyes de Maxwell y los fenómenos electromagnéticos. A ambos, sin embargo, les gustaba escucharse y ninguno podía disimular la enorme emoción de verse. A pesar de todo, desconozco las razones por las que esa relación no llegó más lejos. Jamás me atreví a preguntarle a ella y él no quiso darme explicaciones. Lo que sí sé es que Marcial no fue el mismo desde que Rita se fue de su vida. 

Su hermano me contaba que Marcial había dejado de ir los domingos a casa de su madre, como acostumbraban hacer todos los hijos desde que ella sufrió un derrame y quedó hemipléjica. También abandonó el hábito que tenían de ir juntos al cine una vez al mes, algo que los había mantenido unidos desde el final de su adolescencia. Marcial en verdad se fue replegando más y más de sus diversos círculos, al punto de salir de su casa sólo para ir al trabajo o hacer compras en el mercado. 

El sábado anterior al accidente, Marcial estaba muy abatido. Le había escrito a Rita varios e-mails sin obtener respuesta, hasta que se animó a llamarla. Pero ella se mostró parca y distante con él y le pidió que por favor no la llame sin haber acordado antes el día y la hora. Estaba con alguien, me dijo, mi intuición no me engaña. Cuando yo llegué, cerca del mediodía, estaba aún en piyama, desaseado y con la barba crecida. No has ido a trabajar en estos días, le pregunté. No, fue su seca respuesta. Por favor, la vida continúa, le dije. No es así, me respondió, mi vida se ha detenido. Podría tolerar que me odie, pero no que me ignore y menos aún que me reemplace. Ya no soy nada para ella. Lo único que deseo es que un rayo me parta.

Ese domingo Marcial no se levantó hasta pasado el mediodía. Yo me quedé a acompañarlo porque temía dejarlo solo en el estado en que lo encontré. Lloraba sin descanso y sollozaba después en silencio hasta quedarse dormido. A juzgar por el estado de su refrigerador y de su kitchenette era evidente que no había comido en días. El almuerzo que preparé para los dos me lo tuve que comer yo solo. Él apenas mojó un poco de pan en la salsa de los tallarines y después de masticarlo un rato con displicencia me dijo que no soportaba el olor a tuco. 

Al caer la tarde, justo cuando me disponía a regresar a Lima, Marcial desapareció de la casa. Lo busqué inútilmente incluso por los alrededores, hasta que recordé su manía de subirse cada noche a la colina contigua para observar las estrellas. En efecto, a los lejos podía divisarse la silueta de Marcial sentado sobre su roca favorita con la mirada atenta a un punto luminoso en el cielo, extrañamente más grande de lo normal. Pese a mis escasos conocimientos astronómicos, no me fue difícil notar que se trataba de una hermosa estrella fugaz. 

No había caso. Le dejé una nota de despedida en su puerta y le pedí que me llame si necesitaba algo. Luego subí a mi carro y me fui. Pero no me daba paz dejar solo a este hombre, prisionero de una depresión que a ratos me parecía inexplicable. Rita no era la única mujer en el mundo, ¿es que no podía entenderlo? En la radio del auto se escuchaba a José José cantando Vuelve, por favor como estés, como sea que a nadie le importa... Entonces recordé que el amor, en efecto, nos puede llevar muchas veces a la desesperación y es por eso que temía tanto por mi amigo. 

Estando por ingresar a la Av. Nicolás Ayllón, recordé que había dejado mis lentes de leer sobre la mesa del comedor. Necesitaba volver. Cuando di marcha atrás, sin embargo, el espectáculo que vi en el cielo fue espeluznante: la estrella fugaz se había transformado de pronto en una notable y creciente bola de fuego que se acercaba raudamente a la tierra dejando una enorme estela de humo en el firmamento. Lo que veían mis ojos con horror, además, era su trayectoria… El espectáculo era escalofriante.

Fue por eso que, dejando a un lado la sensatez y el instinto, puse el pie en el acelerador y me dirigí a la máxima velocidad posible de regreso a la casa de Marcial. En menos de dos minutos, sin embargo, una luminosidad enceguecedora invadió el espacio de manera brutal y se escuchó una detonación similar al estallido de cien cañonazos. Mi auto se estremeció con violencia y no recuerdo nada más hasta el día siguiente, en que amanecí muy magullado en la cama del hospital José Agurto Tello de Chosica.  

En las pantallas del televisor de mi cuarto, una joven reportera con cara de espanto mostraba las imágenes del forado de seis metros de profundidad y 30 de diámetro que el meteorito dejó sobre el pequeño cerro de la calle Los Granados. Un cráter más grande que el que dejó el que cayó en Puno en septiembre de 2007, cerca del poblado de Carancas. Numerosas viviendas han sufrido daños de consideración debido a la onda expansiva. Sólo se ha reportado un fallecido hasta el momento. Seguiremos informando.


Autor: Luis Guerrero Ortiz
Fecha: Lima, 3 de marzo de 2014
Fotografía © arlespinzon/ www.flickr.com



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Fotografía (c) John Earley/ flickr.com