10.2.12

Apocalipsis de temporada



No sé cuánto tiempo estoy aquí. Tengo el cuerpo entumecido. Mis manos están cerradas y mi cabeza no me da tregua, atormentándome con sus explicaciones. La pena, el desconcierto y la culpa se mezclan con la furia y la frustración. Y no sé qué hacer con todo eso. Aquí abajo es de noche. En mis costados, en mis sueños, en mis latidos. Observo a izquierda y derecha y todos los lados parecen ser el mismo lugar. Podría subir, eso lo sé, pero no quiero. Me escondo de la luz y el viento. Aquí no hay sol, ni brisa, todo está oscuro y quieto. Por eso me quedé aquí. Arriba está iluminado pero confuso e hiriente, tan agitado y áspero que me lastima la piel. 

Todo empezó aquel inesperado día en que las cosas, mis cosas, todas las cosas, perdieron su nombre, mudaron de sentido, cambiaron de lugar, de la mañana a la tarde. No sé cómo ocurrió. Todo fue tan repentino. Fue una tarde de enero. Ese día las palabras,  hasta las que daban forma a mi nombre, dejaron de sonar en mis oídos, dejaron de aparecer ante mis ojos, se fueron extinguiendo con el paso de las horas, como si algo, quizás la brisa que ahora eludo, hubiera decidido recogerlas para siempre. Los rostros, mis rostros, ahora eran de otros. Las calles se llenaron de gente extraña de pupilas blancas. El punto naranja de cada atardecer no se llamaba sol, ni dejaba de caer al océano a ninguna hora del día, como si quisiera reiterar su muerte.  Las aves dejaron de volar y enmudecieron. Todo lucía igual, pero ya no era lo mismo. A plena luz del día, mi mundo se apagó.

No sé cuánto tiempo estoy aquí. Pero al menos esta penumbra es cierta y el hielo de mis huesos verdadero. No recuerdo exactamente cuándo llegué, pero sí que algo me trajo, algo desdibujado y vago, como una luna triste borroneada por las nubes de una noche invernal. Permaneció allá arriba por un tiempo. Desde aquí podía percibirse quieto. Ahora ya no está, se fue sin hacer ruido. Arriba ya no hay nadie. Sólo el sol ahogándose en el mar.

Estoy huyendo de la luz y del viento. Aquí no hay luz, ni brisa, ni vaivén. Todo está quieto. Por eso me quedé aquí. Dejé todo allá arriba. Mis calles, mis recuerdos, mis deseos, mi crema de afeitar. Tampoco traje reloj, pero creo que estoy envejeciendo. A veces reconozco en mis manos arrugadas las huellas impalpables del universo que perdí, de un universo que hizo implosión hasta volverse átomo, de un átomo que pasó a formar parte de una cuerda de guitarra, de una cuerda cuya melodía no se escucha aquí abajo. Todo aquí es silencio. Un silencio que me abraza, me seduce y me envuelve como si me amara. 

No sé cuánto tiempo estoy aquí. Estoy sobre mi cama, sofocado y trémulo. Mis manos están cerradas, como puños en furia. Estoy entumecido. Acabo de abrir los ojos. Es mediodía. Traigo el reloj puesto. Entonces lo recuerdo, soñé que estaba sumergido en el fondo de la nada, como si estuviera huyendo de todo. Asomo ahora a la ventana, aliviado apenas, a contemplar el cielo. De pronto, el sol declina y se lanza hacia el horizonte, mientras una multitud de gente extravagante de pupilas blancas apura el paso sobre una vereda extraña que, sin entender cómo ni en qué preciso instante, dejó de ser la mía. 


Autor: Luis Guerrero Ortiz
Fecha: Lima, 30 de abril de 2012
Fotografía © thealexworld/ www.flickr.com

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Fotografía (c) John Earley/ flickr.com