11.2.12

Extinción


Hasta esa tarde de abril, la última del mes, todo transcurría con la normalidad que ambos habían ido diseñando para ser felices. Ella trabajaba en una pequeña oficina de compra y venta de terrenos. Tenía un escritorio adorable, de color verde, ornamentado en su amplia superficie de vidrio con pinturas y dibujos de Van Gogh en miniatura, y con vista a un jardín interior muy bien cuidado. Todos los viernes pasaba a recogerla al final del día para ir a comer a un simpático restaurante de comida orgánica, que quedaba a pocas cuadras de allí. 

En medio de jugos multicolores, yogurts frutados y panes artesanales con toda clase de quesos, invertían horas en diseñar y rediseñar sus vidas. Ambos rebosaban de aspiraciones y proyectos, pero la vida no les dejaba tiempo para ordenarse y convertirlos en un programa que pueda empezar a ejecutarse paso a paso. Él era un abogado joven, muy aficionado al cine y a la fotografía, embelesado por Laura desde hacía un año, pero sin tiempo para su vida personal. El estudio de abogados para el que trabajaba llevaba casos complicados e importantes, que exigían al staff una consagración absoluta. Ella tenía también una vida intensa, trabajaba hasta tarde, practicaba tenis con disciplinada regularidad y tenía numerosos compromisos familiares que demandaban su tiempo. Los lonches de los viernes eran, por eso, su mayor tesoro. 

El primer viernes de mayo, Silvio llegó a la cita habitual con ciertas aprensiones. En las últimas dos semanas, Laura se había mostrado parca con él. Sus conversaciones no sólo habían sido más difíciles y fugaces que de costumbre, sino que habían ido perdiendo la alegría acostumbrada, un hecho que ella no negaba pero que atribuía a un aumento en la presión del trabajo. Quizás tenga razón, pensó él, son circunstancias. Lo que más le llamó la atención, sin embargo, fue su tamaño. Te noto más bajita, le dijo algo desconcertado. ¿Sí?, le respondió ella con una sonrisa burlona, serán los zapatos. Curioso, ella nunca usaba tacones. Ese día la conversación fue especialmente agradable y terapéutica, hablaron mucho de la última película de Sandra Bullock, del síndrome de la pérdida y la soledad, pero fue también una plática extraña. Laura se apagaba a ratos, como si su alma se fugara por segundos para después regresar y reencender su mirada. 

La siguiente cita tuvo características similares. Una semana previa de diálogos poco fluidos y escasos, una Laura algo ida que, además, a los ojos de Silvio, lucía aún más pequeña. Laura era una mujer alta, tenía un metro setenta de estatura, pero Silvio notaba que había perdido unos 10 centímetros en las últimas semanas. Ella reía ante semejante observación y le decía que estaba loco o ciego. El fenómeno, sin embargo, se acentuó en las semanas siguientes y a fines de mayo, asombrosamente, Laura ya medía un metro cincuenta. Qué está pasando aquí, ¿estás enferma?, ¿qué es lo que me ocultas? le reprochaba con angustia. La respuesta de la muchacha era siempre la misma: pero qué chifladura, aquí no pasa nada, todo está bien, yo me siento mejor que nunca. 

Silvio no sabía qué pensar ni qué hacer. ¿Era él quien estaba perturbado, confundido, alucinado? ¿Cómo podía negar lo que le mostraban sus ojos? Lo que le hacía dudar de su propia cordura era el aplomo con el que ella desmentía su percepción una y otra vez, alegando total normalidad. 

Último viernes de junio, Silvio tomaba su habitual lonche orgánico con una Laura que ya sólo medía un metro, y a fines de julio, apenas 50 centímetros. Insólitamente, a mediados de agosto, Laura había llegado a los 10 centímetros, no se le escuchaba bien, comía muy poco y Silvio tenía que ponerla en sus manos para subirla a la mesa o para sentarla en el carro y llevarla a su casa. Ya no se podían besar ni acariciar, tampoco caminar por la calle con la libertad de antes, pues por protección, él debía ponerla siempre sobre sus hombros. Su estatura era un tema, además, del que no se podía hablar, pues cada vez que él lo mencionaba o lo insinuaba siquiera, Laura enfurecía y lo negaba con rotundidad. 

El viernes 30 de agosto, Silvio pasó a recoger a Laura de su oficina como todos los viernes, pero no estaba parada en la puerta como acostumbraba hacerlo. Silvio se bajó del auto, caminó despacio y examinó con cuidado la vereda de acceso sin mayor fortuna. ¿Laura?, la llamaba en voz baja sin obtener respuesta. Fue entonces cuando se animó a tocar el timbre. Le abrió el portero automático y la secretaria lo saludó con cordialidad. Hola Silvio, ¿vienes por Laura? Se ha retrasado un poquito pero pasa nomás, tú ya sabes dónde está su escritorio. Silvio avanzó unos pasos saludando a los empleados que encontraba en su camino. Todos sabían que venía por ella, como cada viernes. Ella está todavía ahí, entra nomás. 

Silvio atravesó el pequeño jardín alfombrado con un pasto japonés bien recortado, rodeado de aromáticos jazmines, y divisó a pocos metros el bellísimo escritorio verde, un antiguo mueble de roble, de madera maciza, tallado a mano, con columnas muy trabajadas en sus laterales. Cuando estuvo delante de él, sin embargo, no estaba Laura. Comprendía perfectamente que podía estar ante ella sin poder verla por su pequeño tamaño, pero era incómodo preguntar a sus compañeros. No sabía si ellos habían notado lo mismo que él y no quería que lo tomen por loco. ¿Laura? preguntó en voz alta mirando para todos lados. El gerente ingresa en ese instante y saluda efusivamente a Silvio, quien lo había ayudado en un par de ocasiones con algunos temas legales de la empresa de forma desinteresada. Buscaba a Laurita, le dice Silvio tartamudeando. Pues ahí la tienes, le dijo con extrañeza, señalando su escritorio. 

Silvio sonrió con nerviosismo, se puso disimuladamente los lentes de leer y se acercó un poco más. Allí estaba nítida ante sus ojos una mullida silla vacía de color crema y un tablero lleno de papeles sumamente ordenados. Una taza de café todavía humeante reposaba en una esquina y destacaba en uno de sus bordes una pequeña marca de lápiz labial rojo. En los costados, sobre unos brevísimos atriles de madera, podían observarse hermosas y diminutas réplicas de «La noche estrellada», «Terraza de café por la noche», «El viñedo rojo» y «La casa amarilla». Dicen que Van Gogh se cortó la oreja izquierda como producto de una gran frustración, pues le era difícil tolerar no poder tener aquello que deseaba intensamente con encendida pasión. 


Autor: Luis Guerrero Ortiz
Fecha: Lima, 07 de diciembre de 2013
Fotografía © Steve.D.Hammond/ www.flickr.com

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Fotografía (c) John Earley/ flickr.com