11.2.12

Distraído amor


Era una mañana aterradoramente fría y nublada. Había empezado a llover de manera tenue y persistente desde muy temprano. Estábamos mojados y entumecidos. No se veía a nadie en los alrededores. Prométame que se lo dirá, me dijo. Cuente con eso, le respondí, tratando de serenarlo hasta donde me era posible, no se preocupe por eso ahora. Era inútil. En verdad, era lo único que ocupaba la mente de este hombre. Hubiera preferido que aguarde en silencio porque su narración lo agitaba, pero en esas circunstancias convenía que hable y se mantenga despierto. Hacía media hora que estábamos allí, en vana espera. No llegaba la ambulancia que llamé y todos los autos pasaban por la carretera a gran velocidad, persiguiendo quizás un destino tan innegociable como ajeno a la vida de este infeliz que se desangraba en mis brazos.

El nuestro fue, como le explico, un amor distraído, me dijo. Hable despacio por favor, le pedía yo, hable tranquilo. Oh déjeme contarle, me respondió tomándome del brazo, déjeme contarle, lo necesito. Nosotros nos amamos en secreto durante cinco años. Nos queríamos mucho pero nos veíamos poco, estábamos siempre tan distraídos con nuestras familias. Ella con su esposo y sus hijos, yo con mi mujer y los míos, que ya eran adolescentes cuando nos conocimos. 

Su marido es un comerciante de telas con cierto prestigio que la abrumó de comodidades a cambio de confinarla a su casa, postergando todas sus otras aspiraciones. La incursión de ella en la vida profesional activa ha sido reciente y se volvió una fuente de tensiones con él. El marido prefería tenerla administrando el hogar y criando a sus tres hijos hasta que se hagan grandes. Esa relación se volvió cada vez más fría y áspera. Él la acosaba moralmente, se esforzaba por convencerla de la inutilidad de su vida sin él. Ella sufría mucho a su lado. 

El cielo se fue congestionando con nubes cada vez más negras y la lluvia ahora se volvió inclemente. Estábamos empapados y la sangre, incontenible a pesar de mis esfuerzos, se deslizaba hacia la carretera tiñendo de rojo los charcos circundantes. Sabía que no debía moverlo, solo que me desesperaba verlo morir sin hacer nada. Llevarlo en la moto era algo imposible y tampoco podía abandonarlo para ir por ayuda, porque no tenía certeza de volver a tiempo. Sentía que debía permanecer a su lado y esperar. El pueblo más cercano estaba a 50 kilómetros, la ambulancia tenía que llegar.

Sígame contando, le suplico. Explíqueme por qué ella no dejó al esposo. 

Porque él tenía mucho dinero. Ella temía su venganza si lo dejaba, ya le había advertido que si quería marcharse no le dejaría llevarse a sus hijos y se iría sólo con la ropa que tenía puesta. Ella esperaba por eso que crecieran, que entraran al menos a la universidad para sentirse más libre de largarse. Faltaba tan poco para eso. 

Y usted, ¿tampoco era feliz?

Al principio lo fui y mucho. La infancia de nuestros dos hijos fueron años de mucha ilusión. Pero con el tiempo se hizo evidente que su meta en la vida eran sus hijos. Desde que nacieron muchas cosas empezaron a cambiar. Consagró absolutamente todas sus energías en ellos y el tiempo para nosotros, que antes nos era esencial, se fue extinguiendo por completo sin que le cause la menor inquietud. Ella y sus hijos se volvieron un mundo cerrado, casi privado, donde yo tenía muy poco acceso, y cuando lo tenía era siempre bajo su atenta mirada, dispuesta a juzgar y aprobar o desaprobar cada uno de mis movimientos, un arte que disfrutaba y dominaba a la perfección. 

Y eso, ¿no tenía arreglo?

Descubrí que no, cada intento terminaba mal y siempre era yo el que salía perdiendo. Nunca podía tener la razón. Ella tenía muy mal carácter y, la verdad, no me toleraba en «su territorio», allí sólo podía entrar su madre, su hermana y sus sobrinos, que eran de la misma edad de mis hijos. Era su clan. Yo terminé harto, y también resignado. Era obvio que estorbaba, había obtenido lo que quería y no me necesitaba más que para pagar las cuentas. Fui muy estúpido. 

El hombre hablaba con voz quebrada y cada vez más débil. El torniquete que le apliqué en la pierna derecha logró contener bastante la hemorragia de ese lado, aunque tenía raspaduras y heridas abiertas en todo el cuerpo, la aorta parecía no estar comprometida, pero la sangre manaba por todos lados. Revisé su billetera en busca de referencias, y aunque el camión que lo arrolló había aplastado su celular y maltratado mucho sus credenciales, su DNI decía Ernesto Bríos. Tenía 45 años y era ingeniero de sistemas. La ambulancia no llegaba y ninguno de los escasos carros que pasaban por ahí quería detenerse.  

Don Ernesto, dígame a qué familiar desea que llame. La señal entra con dificultad en medio de los cerros, igual puedo intentar comunicarme. Hace una hora pude hablar con la ambulancia, ya debe estar por llegar, resista un poco más. 

No llames a nadie muchacho. Sólo a ella, pero no ahora. Hazlo después, cuando todo esto pase, dile que me perdone, que nunca dejé de quererla. Oh ya la llamé señor, lo siento, solo que su celular está apagado, le he dejado grabado mi número para que me llame y le he dicho que es urgente, que se trata de usted. Aunque la señal llega hasta aquí con dificultad, ya llamará. 

El hombre lloraba ahora en silencio. Estaba rendido, rendido ante la muerte, era evidente que no quería seguir viviendo. 

Cálmese por favor, todo se va a poner bien. Sígame contando, me interesa conocerlo todo. Dígame cómo se conoció con… Anahí, ¿verdad? 

Ella fue mi profesora de marketing. Tomé ese curso porque me interesaba poner mi propia empresa. Cuando la creé, la contraté después como asesora. Era una mujer fascinante, inteligente y alegre, muy creativa, cuando me contó su drama me resultaba difícil creer que tanta genialidad estuviera cautiva en una botella por tantos años. Creo que a ambos nos sorprendió encontrar a alguien que diera tanto valor a maneras de ser que, paradójicamente, habían venido siendo denigradas y hasta ridiculizadas de un modo minucioso y cruel por mucho tiempo. Nos sentíamos a gusto estando juntos, la confianza mutua fue un sentimiento del que no teníamos experiencia desde que estábamos solteros. Vivimos años maravillosos. 

¿Por qué no se largaron entonces, don Ernesto? ¿No era mejor hacer eso que seguir sufriéndola cada uno por su lado? Es que ninguno de los dos quiso nunca dar el primer paso, éramos prisioneros de la responsabilidad, queríamos esperar a que nuestros hijos terminaran el colegio e ingresaran a la universidad. Teniendo mayoría de edad, además, podía ser legalmente menos complicado seguir viéndolos. Encontrarnos, sin embargo, se nos hacía cada vez más difícil. Las obligaciones laborales y familiares siempre eran primero. En el último año eso fue motivo de constantes disgustos y discusiones entre nosotros. 

Fue entonces que mi celular sonó. Era la ambulancia, estaba cerca ya, les imploré que aceleren, que este hombre se estaba consumiendo por sus hemorragias, el frío y la depresión. Ya llegan don Ernesto, mejor dejemos la historia aquí, la continuamos en el hospital. 

El hombre estaba pálido, sus labios eran azules y temblaba. No dejaba de mirarme. 

Muchacho, déjame terminar. Todo ocurrió el día de mi cumpleaños, un 14 de octubre, hace poco más de un año. Habíamos quedado en encontrarnos donde siempre, pero ella no llegó. Cuando pudimos hablar horas después me dijo que se le complicaron las cosas en casa y que no pudo dejar de atender eso. Yo no entendía qué podía ser más importante que acudir a nuestra cita, qué clase de dificultad no podía esperar unas horas más para ser resuelta, justo ese día. Ese día era importante, era importante para mí.  

Entonces dejé de hablarle, muchacho. No respondía sus llamadas ni sus emails, estaba muy dolido, me sentí otra vez postergado, todos los fantasmas asociados a la manera como mi mujer me trataba en casa se me metieron al cuerpo. Cuando por fin la llamé para hacer las paces, me dijo que este tiempo de no vernos le había demostrado que podíamos sobrevivir el uno sin el otro, que ahora veía todo más claro, que estaba muy ocupada y que dejáramos las cosas como estaban. Nunca más volvimos a vernos.

¿Cómo?, ¿así no más terminó?, ¿y usted no insistió en buscarla?

Al principio no, confiaba en que recapacitaría, que el amor sería más fuerte que el orgullo. Oiga, nos queríamos demasiado, nos necesitábamos, ella tenía que entrar en razón. Pero días después, cuando volví a llamarla sólo encontré rechazo o silencio. ¿Por qué quería llevar todo tan lejos? Quizás, más allá del incidente y cada uno a su modo, estábamos cargando a una sola factura la cuenta de todas nuestras frustraciones. No lo sé. Nunca lo sabré. No imaginas cómo han sido mis días en esos meses en que salió de mi vida por completo. 

El sonido de las sirenas trajo alivio y esperanza. La ambulancia ya se divisaba, estaba a unos 300 metros del lugar. No obstante, la angustia del relato de este hombre era ahora la mía. ¡Al fin! ya vienen por usted, tranquilo, se va a poner bien, ya lo verá… ¿Y qué más pasó don Ernesto? 

Hace un mes, fue hace un mes que me enteré por un amigo que ella se separó finalmente del marido, y que se había ido con otro hombre a vivir a Baltimore. No entiendo hijo, no entiendo, ¿de dónde salió ese sujeto?, ¿cuándo se conocieron? Ella me amaba. Yo la seguía esperando.

Los paramédicos no me dejaron subir a la ambulancia con él, yo los seguí en la moto hasta la ciudad, hasta el hospital general. Sé que tenemos unos cinco litros de sangre en el cuerpo y que perderla toda puede llevar minutos u horas, dependiendo de la herida y de nuestra fortaleza física. La ayuda llegó 80 minutos después y todavía lo encontró consciente y lúcido. Ernesto Bríos, sin embargo, murió en el camino. 

Luego de varios días fui a buscar a los policías a quienes di mi testimonio de los hechos. Una sola cosa me intrigaba y quizás ellos habían averiguado ya la respuesta: ¿Qué hacía un ingeniero de sistemas deambulando solo en la carretera a Antabamba a esa hora de la mañana, a 2 mil quinientos metros sobre el nivel del mar, tan lejos de la ciudad? En efecto, la policía encontró la clave: su auto estaba despistado en una quebrada. La primera impresión fue la de un accidente, pero encontraron después entre los fierros retorcidos del carro una carta de despedida dirigida a Anahí Molina y otra a Carlos e Ingrid Bríos, los hijos de don Ernesto. El detalle es que él no murió allí. ¿Es que se arrepintió en el último momento? 

Semanas después, leí en un diario el testimonio inesperado de unos campesinos que habían sido testigos del accidente. Dicen que el hombre estacionó su vehículo en el borde del camino y permaneció al volante llorando por largo rato. Luego bajó, empujó el auto y se puso en cuclillas con las manos en la cabeza. El camión no lo vio. 


Autor: Luis Guerrero Ortiz
Fecha: Lima, 12 de febrero de 2013
Fotografía © ProMed Ambulancias RD/ www.flickr.com

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Fotografía (c) John Earley/ flickr.com