11.2.12

Antes de ser nosotros



Tú no eres ésa,
yo no soy ése, ésos, los que fuimos
antes de ser nosotros.

Mario Benedetti

La espera fue breve. Fátima hizo su aparición cinco minutos después de la hora pactada. Esta segunda conversación había surgido como una necesidad incontenible desde que se conocieron, de manera casual, en la casa de Pedro. Fátima tenía como mascota un Brotogeris versicolurus, conocido como Pihuicho en la cuenca del Amazonas del Perú y Brasil. A Casandra le fascinaban los loritos y, en esa ocasión, hablaron mucho de aves. Fátima, además, era artista plástica, y sus pinturas se exponían cada cierto tiempo en conocidas galerías de Lima. Ese era otro punto de encuentro, pues Casandra pintaba por afición y admiraba el arte de Fátima hacía tiempo. Por añadidura, la pintora era también psicóloga y trataba a niños autistas, casos con los que Casandra se había tropezado más de una vez en su carrera de maestra. Ambas mujeres sintieron afinidad desde el primer momento y, a pesar de sus agendas desbordadas, convinieron en encontrarse ese día en la Pastelería San Antonio de San Isidro. 

Fátima le contó la historia de Max, su Pihuicho, un lorito malgeniado y tierno, que había perdido el equilibrio emocional a raíz de la muerte de su pareja por causas desconocidas. Solían dormir muy pegaditos, parados sobre el palo de su jaula y a ambos les despertaba el mismo frenesí las semillas de girasol. Discutieron entonces sobre la soledad y la mayor o menor tolerancia que algunas especies del mundo animal pueden tener a una vida solitaria. Pero ¿Qué soledad es más solitaria que la desconfianza? dijo Casandra, citando a Eliot. El diálogo dio un giro y se contaron entonces historias de desconfianza. 

El Ciabatta de Salmón y el Cantábrico habían llegado al fin a la mesa. No obstante, ni el salmón ahumado con queso crema y alcaparras, ni el filete de atún con cebolla, huevo duro y mayonesa frenaron las lenguas. Las bocas masticaban con deleite al tiempo que hablaban con embeleso de Alberto Vargas, ícono del Pin up en la década del 40, y de Macedonio de la Torre, uno de los pintores peruanos más originales del siglo XX. Fátima relató la historia del primer cuadro que vendió, del dolor que le supuso desprenderse de una pintura que trabajó con inmenso amor y de la vergüenza de haberla canjeado por dinero. A propósito de pérdidas y trueques, Casandra le mencionó con nostalgia al hombre al que tuvo que renunciar en el momento en que sus caminos profesionales empezaron a separarse y ella se mudó a Múnich becada por tres años. 

Fátima se pidió un café expreso con amaretto, leche y crema. Casandra, un café cortado. Fue cuando Fátima le refirió el caso de Cristóbal, un paciente con síndrome de Asperger. Cris tenía serias dificultades para comunicarse y relacionarse con otros niños, pero una inteligencia notable y una fijación por la música. A sus cinco años tocaba muy bien el piano, reproducía y reconocía melodías con una facilidad increíble, aunque sólo se dedicaba a eso. Se deprimía también con facilidad ante el rechazo de otros niños, que no entendían su conducta. Casandra tuvo en una ocasión un alumno parecido. Para Fátima, el niño podría llegar a tener más habilidad social, el problema es sus padres se recriminaban mutuamente por la condición de su hijo y no colaboraban con el tratamiento. Fátima le explicaba que sentirnos excluidos nos puede llevar a cuestionar severamente quiénes somos en realidad. Una historia llevó a la otra y platicaron un buen rato más sobre lo difícil que puede ser a veces relacionarse con personas tan diferentes a uno mismo.

Las dos mujeres conversaron por horas como si se conocieran de toda la vida y sólo se levantaron de la mesa cuando el local estaba por cerrar. Casandra se subió a su auto pensando durante todo el camino en Fátima. Estaba hechizada con el encuentro que acababan de tener. La charla le había dejado tantas lecciones para su vida que no imaginaba cómo pudo haber prescindido de ellas por tantos años. Se sentía otra mujer. 

Esa noche, su mente no descansó ni siquiera durante el sueño. Cada historia relatada por su nueva amiga le evocaba las suyas propias y fueron resurgiendo una vez, otra vez, tanto en la vigilia como en la fase Delta y en la REM, transformadas en una secuencia interminable de aventuras surrealistas donde ambas, vestidas cada una al estilo de la otra por añadidura, eran las estrellas indiscutibles de un fantástico reparto. 

El despertador sonó como de costumbre a las seis de la mañana. Casandra se levantó despacio de la cama, intrigada y aturdida de tanto soñar, pero antes de entrar en la ducha se extrañó de escuchar unos chillidos muy agudos. Venían de la cocina. Se dirigió hacia allá con cierto temor y descubrió que provenían de la jaula de dos loritos colgada al lado de la ventana. Era Max el que gritaba con tal desazón. Su parejita, una linda Pihuicha de tono verde claro, lucía sofocada y mustia. Por fortuna había un veterinario a pocas cuadras de su casa, se alistó con premura, colocó al animalito enfermo en una canasta y arrancó en su viejo Renault rojo R5 Turbo, herencia de su padre, a toda velocidad. Camino al jardín infantil, puso con nerviosismo a la pequeña y maltrecha ave en manos del especialista. 

Esa mañana, sin embargo, trajo otras curiosas complicaciones. Casandra se sorprendió de ver a Cristóbal pegando a dos alumnitos porque le habían quitado el xilófono. El niño había tomado posesión de ese y otros pequeños instrumentos para extraerles, con pasmosa concentración, melodías maravillosas. Solo que incitaba al mismo tiempo la curiosidad de sus compañeritos y su deseo de intentarlo por igual. Casandra sintió que sabía lo que tenía que hacer en este caso y se armó de paciencia. Igual llamó dos veces a Fátima para pedirle su consejo experto.

Al final de la jornada laboral se acordó de la pequeña Pihuicha y pasó por ella. El veterinario le dijo en tono esperanzador: la trajo justo a tiempo señorita, 24 horas más y no habría podido hacerse nada. Casandra tomó nota de la receta y agradeció al cielo. Max no hubiera podido soportarlo, pensó en el trayecto a casa. Durante cada luz roja del camino aprovechaba para enviar mensajes de texto a Fátima contándole los pormenores del drama, sus primeras angustias, su terror posterior y su alivio final por el buen desenlace para el pobre animalito.

Ya en casa, la maestra se desparramó en su viejo sofá chaise longue de tres plazas color café, contemplando con extrañeza y melancolía el óleo que concluyó la semana antepasada, pues no recordaba haberlo colgado en su sala. En ese momento le vino a la memoria una pareja de amigos canadienses, que encandilados con la belleza del lienzo y con la historia que estaba detrás de sus imágenes, le habían ofrecido setecientos dólares por él. Dinero que en verdad le apremiaba para pagar la hipoteca de su departamento. Lo dudó minuciosamente por largos minutos. Nunca había vendido una pintura suya y ésta, cuya creación fue un bálsamo durante su última tormenta emocional, le resultaba particularmente entrañable. Casandra tuvo en ese instante un inexplicable ataque de ansiedad. Mientras apuraba su acostumbrado vaso de vino de media tarde, un Château-Latourque, finísimo obsequio de un antiguo admirador, optó finalmente por sus sentimientos y eligió quedarse con el cuadro. 

Conmovida hasta las lágrimas por lo inesperado de la situación y lo difícil de la decisión adoptada, cogió el teléfono y marcó el número de Fátima. Y antes de que pudiera compartirle sus sensaciones, Fátima le dijo: ¡Cas, estaba por llamarte! Acabo de tomar una decisión muy complicada. Mi pareja se va a Alemania becado por tres años. Bueno, lo dejo todo. Me voy con él.



Autor: Luis Guerrero Ortiz
Fecha: Lima, 10 de noviembre de 2012
Fotografía © El mundo de Laura/ www.flickr.com

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Fotografía (c) John Earley/ flickr.com