11.2.12

A ti te gustan los lirios


Y Dios lo hizo morir durante cien años y luego lo animó y le dijo: 
¿Cuánto tiempo has estado aquí? Un día o parte de un día, respondió 
[Alcorán II, 261; citado por J.L. Borges en «El Milagro Secreto»]

Cerré los ojos esa tarde con angustia. Amaba tanto a Benito, que la certeza de una despedida definitiva se me clavaba como un dolor insoportable en la boca del estómago. Todo fue tan repentino, que sólo él tuvo tiempo de llegar. Nuestra hija estaba escalando el Vallunaraju, a casi seis mil metros sobre el nivel del mar, en la Cordillera Blanca. Le fue imposible enterarse a tiempo. Era verano, afuera hacía un sol esplendoroso y la vida discurría con normalidad mientras a mí me invadía una tristeza infinita. Tranquila Diana, me decía Benito con su habitual serenidad, el amor nunca se extingue, tú nunca te irás de aquí. Nos queda tanto por hacer, le expresaba entre lágrimas, cómo voy a dejarte solo. El doctor estaba al pie de la cama, contemplando con impotencia nuestro último abrazo. 

Fue lo último que recuerdo. Cerré fuerte los ojos en sus brazos por largos minutos, no sé cuántos, y no volví a abrirlos sino hasta hoy. Los detalles de esa escena se me vienen a la cabeza por goteo desde hace un mes. Hasta podría ponerles fecha, pues todo empezó con Laura. Sus fabulosas clases de literatura me resultaron desde el principio y en todos los sentidos un categórico déjà vu. 

La lectura de clásicos del romanticismo como Goethe, de Werther; Narraciones Extraordinarias, de Allan Poe; Rimas y Leyendas de Becquer; del realismo ruso como Crimen y Castigo, de Dostoievski; de la nueva narrativa del siglo XX como Juntacadáveres, de Onetti y La vuelta al día en ochenta mundos, entre otros cuentos de Cortázar, tuvieron el sabor del reencuentro. No los había leído nunca y, a la vez, es como si ya me hubieran hablado de todos ellos antes. Pero su manera enfática y apasionada de hablar, su mirada serena y acogedora, esa cualidad de introducirse en los relatos como un personaje, me devolvía a una experiencia tan inexplicable como nítida y trascendente. A mis 18 años, no había tropezado nunca con ningún profesor así y, sin embargo, yo conocía ese estilo de alguna parte. 

La profesora Laura Balaguer era una mujer hermosa, de no más de 40 años, sencilla, muy alegre, conocida en el medio por sus libros de poesía y sus artículos de crítica literaria. Estaba casada con un empresario, dueño de una cadena de restaurantes de comida mediterránea, que ofrecía platos muy populares de la cocina española, italiana, árabe y griega. Su estrategia de marketing lo obligaba a viajar constantemente fuera de Lima y del país, circunstancias que le permitían a Laura suficiente margen para escribir y publicar de manera continua. 

La simpatía brotó de manera recíproca. Ella atendía mis consultas, cada vez más constantes, con gentileza, rapidez y entusiasmo. Invertíamos horas en inolvidables pláticas sobre García Márquez, Bryce Echenique, Roberto Bolaño o Julio Ramón Ribeyro. Me encantaba su ilustración y su apasionamiento, e imagino que a ella mi curiosidad, mi fervor y la sutileza que le demostraba en esas extensas conversaciones literarias. Se despertó entre nosotros una mutua y creciente necesidad del otro. Nos buscábamos, nos llamábamos, nos escribíamos, nos encontrábamos y conversábamos con frecuencia. No obstante, la dedicatoria que escribió para mí en su último poemario fue el detonante que abrió una grieta a mis insólitas evocaciones: a Kevin con afecto, para que recuerdes siempre que el amor es inextinguible.

Benito Céspedes fue un novelista de la generación del treinta, con una vasta cultura literaria y que cultivó sobre todo el género policial negro. La mayoría de sus libros describían los síntomas de sociedades corruptas, enfermas por el poder y el dinero, novelando sobre todo episodios traumáticos de nuestra historia republicana durante la primera mitad del siglo XX. A pesar que sus historias casi nunca tenían un final feliz, Benito era un optimista. Más allá de la crueldad y el cinismo que reflejaba en sus novelas, estaba sinceramente convencido de que el amor prevalecería y que su poder era invencible. Su mujer, Diana Donoso, su principal colaboradora y a quien amó con devoción extraordinaria, falleció víctima de una extraña enfermedad cuando él tenía 30 años, diez años menos que el día de su trágica muerte en un accidente ferroviario en Torre del Bierzo, España, en 1944. 

Lo curioso es que yo jamás había leído nada de él. Laura tampoco. A ella no le agradaba el género policial y de Benito sólo tenía una vaga noción de su lejana existencia. 

Yo no recordaba nada más que ese episodio agónico: mi habitación, rodeada de anaqueles con libros y retratos de nuestra hija, la mirada compasiva del médico, parado al pie de la cama, los brazos de Benito rodeándome con ternura y sus palabras calmas susurrándome: el amor nunca se extingue, tú nunca te irás de aquí. Su cara aparecía nítida en mi mente, sus novelas podían verse asomando sobre el escritorio al otro extremo del cuarto. No se presentó como un sueño, sino como un recuerdo. Vago primero, mucho más claro después y en el caso de Benito, cada vez más próximo a los gestos y la personalidad de Laura. Esta escena se volvió tan recurrente y perturbadora que decidí investigar al personaje. 

Averigüé, por ejemplo, que los diez años que Benito sobrevivió a Diana no fueron muy felices para él. La extrañaba demasiado y su nostalgia le hizo producir algunas novelas muy dolientes, donde siempre emergía un personaje con el temperamento de ella, divertido, imaginativo, sensible y emprendedor, aportando con brillantez la clave para la solución de un crimen. Benito dejó previsoramente un testamento donde pedía a su única hija, entre otras cosas, que coloquen en su lápida como epitafio: Diana, te encontraré.

Llegué a compartir mis teorías y toda esta información con Laura. A ella le sonaba absurdo, extravagante, imposible. La primera vez que me escuchó río de buena gana y me miró con inmensa ternura. Hasta podría adoptarte, me dijo. Hay casi un cuarto de siglo que nos separa. Recuerdo el día en que me atreví al fin a contarle mis raros recuerdos. Esta vez escuchó mi relato con extrañeza y escepticismo, me hizo muchas preguntas, luego me dijo que todo esto era una locura y que debía olvidarlo. Acto seguido, empezó a llorar. Nunca la había visto tan triste. Después de ese incidente, dejamos de buscarnos por un tiempo.

Laura y yo proseguimos con nuestras vidas. Yo estaba empezando la universidad, debía hacer mi carrera y me sumergí en mis estudios. Laura tenía numerosos planes y proyectos entre manos, estaba en un momento expectante de su trayectoria profesional, su agenda rebalsaba siempre de clases, conferencias y diversas actividades académicas. Pero la necesidad de vernos era muy fuerte. Cada uno vivió la ansiedad de la distancia a su modo, aunque el inmenso respeto que nos teníamos nos inhibía de tomar la iniciativa. Sin embargo, varios meses después de nuestra última conversación, yo la llamé. 

Estaba viviendo en ese momento situaciones algo tensas con mi madre y con mi enamorada. Había decidido darle una oportunidad a mi antigua afición por el piano y estaba tomando clases. Invertía horas en ensayar y en componer canciones en el estudio de unos amigos, por lo que llegaba tarde a casa y a ella la veía cada vez menos. Además, valgan verdades, el súbito distanciamiento con Laura me dejó tan afligido y sin brújula, que me dediqué a componer en esos meses para exorcizar la pena transformándola en melodías tristes. 

Laura aceptó la entrevista con la misma acogida y familiaridad de siempre. La cita fue en Barranco, en La Posada del Mirador y, ante la apacible vista del mar, la conversación fluyó como si hubiéramos dejado de vernos apenas 24 horas. Me ayudó a entender mis conflictos familiares y sentimentales desde una perspectiva mucho más madura, me quitó la angustia en un santiamén y pasamos rápidamente a hablar de mis planes respecto a mi carrera, la literatura y la música. Me contó los suyos, le expresé mi entusiasmo, le dije que estaba dispuesto a apoyarla en lo que necesitara. Creo que ambos compartimos en ese momento la sensación de que todo regresaba a su sitio. Nos sentíamos en paz. 

Laura, a ti te gustan mucho los lirios ¿verdad?, ¿los sigues cultivando? 

Esa pregunta surgió de mi boca casi sin pensar. Laura se quedó perpleja por un momento y luego me dijo: ¿cómo lo sabes? Porque siempre me regalabas Lirios, le respondí con naturalidad. ¿De qué hablas? me dijo sorprendida. Tú los cultivabas además, te gustaba aspirar la fragancia que desprenden en las noches, le dije. Yo nunca te he contado eso Kevin, ¿quién te lo ha dicho? 

Nadie me había contado nada. No sé por qué hablé de todo eso. Me brotó espontáneamente, como una obviedad, como el recuerdo de un hábito compartido entre nosotros durante mucho tiempo. En ese minuto recordé que en la habitación de mi agonía, había lirios sobre el velador.

Le pedí disculpas a Laura, ella se incomodó porque supuso que la había estado espiando o investigando, le juré que jamás haría eso, y en ese instante una infinita nostalgia me encogió el corazón. Laura me abrazó fuerte, fuerte y amorosamente, yo no podía dejar de llorar. Entre sollozos, no paraba de pronunciar cuatro palabras en voz baja, cuatro palabras que Laura no alcanzaba a escuchar: al fin me encontraste, al fin me encontraste..


Autor: Luis Guerrero Ortiz
Fecha: Lima, 06 de enero de 2013
Fotografía © lolytorras/ www.flickr.com

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