11.2.12

Adivina serás


¡Ay!, gritó Astrid muy asustada. ¿Qué ha pasado?, le pregunté intrigado. Nuria se ha caído horrible, me dijo muy nerviosa, apretándome el brazo. Nuria caminaba tranquilamente delante de nosotros en dirección a la puerta del colegio, sosteniendo una divertida conversación con dos amigas. Estás loca, le dije, nadie se ha caído. Segundos después, enredada aparentemente con la mochila de rueditas que arrastraba, Nuria cae de bruces contra el piso. Vanessa Ruiz caminaba detrás de ella. No era la primera vez que esta muchacha anticipaba los hechos. Pero era la primera en la que yo había sido testigo directo de eso.

Astrid Araujo tenía 10 años cuando empezó a manifestarse en ella este extraño síntoma, así denominado por los psicólogos a los que acudió su madre para que le pongan remedio. Ella misma me contó luego alguno de los incidentes que tuvo en casa a causa de sus predicciones. Una tarde en la que jugaba con su hermano menor, fue invadida por la angustia y rompió en llanto, abrazándolo. Instantes después entró su madre a la habitación a jalarle de los cabellos con furia. ¿Por qué me has devuelto la lonchera intacta?, ¿para eso me mato preparándotela, para que no comas nada?, le gritó. Yo vi esa escena segundos antes de que ocurriera, me dijo. 

Como la madre era una mujer, digamos, habitualmente impulsiva, Astrid aprendió a controlar sus reacciones de miedo anticipado a sus inminentes alteraciones y brusquedades, y a reemplazarlas más bien por esfuerzos de contención preventiva. Podía decirle ¡No me grites! cuando tenía la visión de un altercado o ¡No te atrevas a tocarme! cuando presentía una bofetada inmotivada. Naturalmente, quien conociese el temperamento de la señora podía suponer sin dificultad sus reacciones agresivas en cada circunstancia, pero Astrid veía exactamente la escena de sus destemplanzas antes de que ocurran y sabía cómo iba a ser atacada. A la madre no le agradaba en absoluto que su hija adivine sus intenciones un minuto antes de que sucedan y tomaba sus advertencias como una expresión de rebeldía y malcriadez. 

La psicóloga le había explicado a su madre el significado del término proyección, muy utilizado por el psicoanálisis para describir el comportamiento defensivo de una persona que expulsa de sí y localiza en otro, cualidades, sentimientos o deseos que no reconoce como suyos o que rechaza. Desde este punto de vista, Astrid estaría proyectando en su mamá sus propios sentimientos agresivos, una agresión contenida que no se atrevería a admitir ni a canalizar, quizás por la culpa que le genera el sentir que la suscita su propia madre. 

El dato que los psicólogos no estaban muy dispuestos a procesar es que estas cosas no le ocurrían sólo con la mamá. ¿Has visto? Me dijo esa mañana con cara de sorpresa y disgusto. ¿Qué cosa? le dije. ¡Vanessa le ha dado un empujón a Susana! Acababa de terminar el recreo y estábamos regresando al aula, Vanessa no había entrado aún. Segundos después, sin embargo, en medio del tumulto del retorno, Susana cae sobre su carpeta víctima de un empellón. Vanessa estaba detrás con expresión de disimulo, aunque yo –prevenido por la visión de Astrid- lo había visto todo. 

Un viernes de abril del 2003, lo recuerdo bien porque ese día falleció mi abuela, Astrid se puso pálida y empezaron a caerle las lágrimas de los ojos. Yo me sentaba siempre en la carpeta contigua y fui testigo del incidente. ¿Qué te pasa? Le pregunté. Mira lo que ha hecho con mi cuaderno me dijo. Pero su cuaderno estaba intacto sobre su carpeta. Al cabo de un minuto pasa la maestra por su lado, le revisa el cuaderno y le arranca las hojas de la tarea. He dicho cien veces que no me escriban con lapicero de tinta negra, ¿en qué idioma debo hablarles?, ¡me la haces de nuevo con azul!, le gritó sin siquiera mirarla ni darse de cuenta del estado de shock anticipado en el que estaba la niña. 

Astrid no tenía control sobre sus premoniciones. Le surgían de manera espontánea en cualquier momento y las vivía con intensidad en tiempo presente, es decir, como si estuviesen ocurriendo de verdad en ese mismo instante. No podía distinguirla como un presentimiento. La psicóloga, tan racional ella, no daba crédito a nada de eso y lo veía más bien como un síntoma alucinatorio, lo que reforzaba la idea de la madre: la niña era patológica, tenía que tener una enfermedad. 

Entre su madre y su maestra, mi amiga vivía en medio de dos fuegos. Es decir, entre dos mujeres autocentradas, arrebatadas, poco confiables, siempre dispuestas a la censura antes que al elogio y muy poco atentas a los sentimientos de los demás. No obstante, ella era una muchacha muy madura, adoraba a su hermano menor y lo cuidaba más su mamá. Quizás por eso soportaba tanto con admirable entereza. 

En el colegio, ahora lo sé, nuestra amistad la sostenía. Nunca puso en evidencia ante nadie más que en mí el secreto de sus premoniciones. Para los demás compañeros pasó siempre como una muchacha nerviosa y la molestaban por eso. Las chicas del grupo de Vanessa –una líder muy destructiva- jugaban a asustarla, pero también la excluían, no por temerosa sino por su ropa, porque su madre no le compraba uniforme nuevo cada año, sólo le arreglaba el de año anterior. En ese colegio y en el caso de las chicas, usar ropa gastada era suficiente motivo para ganarse el menosprecio de buena parte de sus compañeras. Por lo demás, la profesora nunca puso especial atención en ella, ni en ninguno de nosotros en verdad. Tampoco la trataba mejor que a otros y el trato que nos dábamos entre estudiantes le tenía sin cuidado. Mientras no la molestáramos, podíamos despedazarnos con total libertad. 

En el 2007, nuestro último año en el colegio, Astrid y yo teníamos ya 16 años. Nos manteníamos fieles a nuestra amistad, que había sobrevivido a las habladurías de todos los que juzgaban nuestra cercanía como un romance. En verdad, Astrid me gustaba mucho, al igual que a varios de mis compañeros, aunque desde el inicio de la secundaria a mí me tenía hipnotizado. Lamentablemente, a ella nunca le interesé más que como un amigo y cualquier intento de aproximación los frenaba con magistral disimulo, gracia e indiferencia. A esas alturas, algo extraño ocurrió con sus presentimientos. Ahora le sobrevenían con menos frecuencia que antes, sólo que ya podía anticipar los hechos con mayor margen de tiempo. Tenía sueños premonitorios o visiones que se cumplían algunas horas o días después. Se había acostumbrado a convivir con su don de una manera discreta y serena. 

Fue así como alertó del ataque a Susana dos días antes de que ocurra. El grupo de Vanessa le tenía cólera porque, al igual que Astrid, no era de las que lucía ropa nueva y de marca cada año. Para esas chicas, esa era una señal de pobreza y la pobreza un indicador de inferioridad. Astrid había visto cómo la esperaban en el baño para llenarla de inmundicia cuando estuviese desprevenida. Como me lo contó a mí, pude advertir a tiempo al auxiliar que me había enterado de ese plan y que debía prepararse para sorprenderles infraganti. Pero no teníamos certeza de la hora, por lo que el auxiliar se distrajo justo cuando el ataque se produjo, lo que hizo que la visión de Astrid se cumpliera de todos modos. Intervino, sin embargo, un instante después sin darles tiempo a escapar y las cinco responsables, encabezadas por Vanessa Ruiz, a escasos meses de concluir la secundaria, fueron expulsadas del colegio. 

Leí una vez que un grupo de investigadores de la Universidad de Northwestern, en los Estados Unidos, evaluaron los resultados de 26 estudios acerca de la premonición como fenómeno psicológico, realizados entre 1978 y el 2010. Las evidencias revelaban cambios importantes en las ondas cardiacas y cerebrales en algunas personas hasta 10 segundos antes de que una experiencia al azar las estimulara. Se deduce de allí que los seres humanos estaríamos en capacidad de anticipar impresiones cuando estamos ad portas de vivir una experiencia que provocará una respuesta sensorial en nosotros. ¿Se deduce también que podemos anticipar la experiencia misma?, ¿cómo es esto posible? Científicos famosos como Stephen Hawking, hablan del principio de simultaneidad dimensional, por el que dos o más cosas, realidades o percepciones pueden coexistir en el mismo espacio-tiempo, aunque no necesariamente sincronizadas. Insólito. 

Terminado el colegio dejé de ver a Astrid durante varios años y no tuve más noticias de su existencia. Un domingo de mayo del 2012 me la encontré casualmente haciendo compras de víveres en un supermercado de Jesús María. Hola Mateo, me dijo, con absoluta naturalidad, como si nos hubiésemos dejado de ver el día anterior. ¡Astrid, le dije, qué sorpresa, qué alegría encontrarte por aquí! Nos abrazamos fuerte. 

De pronto, ella cogió una botella de su carrito y me preguntó, te gusta el vino blanco, ¿verdad? Sí, mucho, le respondí. Y… ¿te gusta el asado de cerdo verdad? me dijo mientras levantaba una pieza de carne de su carrito. Es mi favorito, le dije. ¿Y el helado de vainilla, no?, continuó, mostrándome un envase de helado de su carrito. Muero por la vainilla le dije, entre sorprendido y divertido. Pues vamos, me indicó, ayúdame a preparar el almuerzo, vivo a la vuelta, ¿puedes verdad? ¡Claro! Le respondí emocionado, pero… ¿cómo es que has comprado las tres cosas que más me gustan?, le pregunté extrañado, ¿te gustan a ti también? No Mateo, me dijo y me sonrió con picardía. Sabía que vendrías. 


Autor: Luis Guerrero Ortiz
Fecha: Lima, 18 de febrero de 2013
Fotografía © vá con los pies de revès/ www.flickr.com

No hay comentarios.:

Todos mis cuentos

Todos mis cuentos
Fotografía (c) John Earley/ flickr.com