11.2.12

Hasta la vista baby


Mariana no vino a Lima ese año con expectativas de conocer a nadie en particular, sino de compartir su pasión por la música con los niños más pobres de la ciudad. A sus 28 años y sin mayores obligaciones, podía concederse el privilegio de la solidaridad y el altruismo sin molestar a nadie. Como buena montevideana, Mariana era una mujer linda, vital, extrovertida y culta, por eso no le fue difícil cautivar a los niños de Cerro El Pino, uno de los lugares más deprimidos y peligrosos de la zona este de la metrópoli. 

De caminar distraído, premunida siempre de su flauta dulce y su sonrisa tierna, su llegada al local parroquial, que era donde se encontraba cada tarde con los niños de la zona para hacer música, era siempre la más celebrada. A César no lo conoció allí sino en la casa de Estela, una de las artistas que participaba con ella del programa «Música Sin Fronteras». 

Lo de ambos fue fulminante. Empezaron a salir juntos casi de inmediato, a conocerse más, a compartir historias, aficiones, proyectos y, muy pronto, también habitación. Él era divertido y amable, llenaba a Mariana de atenciones, todos los que fueron testigos de esa relación jamás dudaron de ver en este joven fotógrafo a un hombre profundamente enamorado. 

Nunca esta muchacha fue fotografiada tanto y de tan encantadora manera por nadie. César la abrumó de imágenes espectaculares de sí misma, de su labor social con los niños de El Pino, de sus espontáneos gestos matutinos, de su sonrisa noctámbula en los bares de la ciudad, que reflejaban de distintas y muy artísticas formas su natural belleza. 

César gustaba mucho de la literatura y la complacía siempre relatándole historias de Ribeyro o de Bryce Echenique, dos autores que Mariana adoraba. La llamaba frecuentemente, le llenaba el celular con mensajes amorosos, le traía flores arrancadas de cualquier jardín, tenía encandilados a sus amigos con su gentileza y su ácido sentido del humor. Ella era feliz. 

César no ganaba mucho en el diario para el que trabajaba, pero sí lo necesario para vivir con cierta holgura. Lo suficiente, por ejemplo, para solventar sus propios gastos cada vez que salía con Mariana a un restaurante, un cine, un bar, un espectáculo teatral, incluso para pagar la mitad de la renta de la habitación que compartían o su boleto del bus cuando se iban de viaje a las playas de la costa norte. Naturalmente, las veces en que no le alcanzaba el dinero, allí estaba Mariana siempre dispuesta a corresponder a tanto amor con la diferencia. 

No obstante, la estancia de Mariana en el Perú era temporal. Al cabo de un año, ella debía regresar a su país y a su lugar de trabajo, según los términos del convenio firmado con la organización internacional que la trajo a Lima. Ambos sabían eso y es por tal motivo que a los pocos meses de empezar a convivir, decidieron también irse juntos al Uruguay, instalarse allí y casarse en Montevideo al año siguiente. 

Todo estaba planeado. Pasaban juntos el año nuevo en Lima, ella se iba la primera semana de enero y él cerraba sus asuntos laborales en pocas semanas más antes de ir a su encuentro. La despedida fue inolvidable, los pasajeros en el Aeropuerto fueron testigos presenciales de besos y abrazos efusivos e interminables, como si no fueran a volverse a ver nunca más. No tardes, le dijo ella antes de entrar a la sala de espera. En tres semanas estoy contigo, le respondió él con seguridad y una enorme sonrisa.

Una vez en casa, Mariana no desperdició un día en preparar la llegada de su novio. Alquiló un pequeño departamento amoblado en el Barrio Sur de Montevideo, pues tenía claro que no lo llevaría a vivir con sus futuros suegros mientras preparaban la boda, afanes que podían tomar varios meses. Sus padres eran personas acogedoras y de mente abierta, pero no estaban preparados para la posmodernidad. Llenó la habitación de amorosos detalles y colgó en las paredes de su nuevo nido las mejores fotografías que le tomó César y que ella mandó a convertir en hermosos cuadros tamaño póster. Todo esto sin decirle media palabra, pues era la gran sorpresa que le estaba preparando.

Enero concluyó, sin embargo, sin que Mariana tuviera más noticias de él. No se comunicó con ella ni una sola vez. Tampoco respondía sus llamadas ni sus correos ni sus mensajes de texto. Varios de los amigos comunes en Lima le dijeron que en verdad no lo habían visto desde que ella se fue, pero que sabían que seguía trabajando en el diario normalmente. Las veces que llamaba a su oficina, sin embargo, no lo encontraba –un fotógrafo no hace mucho trabajo de escritorio- y tampoco respondía a los recados que le dejaba con sus compañeros. Al menos sé que está vivo, al menos sé que está bien, se consolaba a sí misma. 

Fue un 14 de febrero, mientras caminaba hacia su departamento por la plazoleta Medellín, frente al monumento a Carlos Gardel, que recibió el aviso de un e-mail en su Smartphone. Era de César. El lacónico mensaje decía lo siguiente: 

Mariana, lo pensé mejor, me quedo en Lima. Por favor ya no me llames. Lo siento. César

Dicen que el busto de Gardel estuvo emplazado antes en el Parque Rodó y que fue trasladado a esta plazoleta del Barrio Sur en 1967, rebautizada primero como Gardel y tiempo después como Medellín. Curiosamente, es de las pocas imágenes del zorzal criollo donde no luce su característica sonrisa ni está peinado a la gomina. Quizás el escultor quiso perennizar el instante en que interpretaba una de las canciones más afligidas que Alfredo Le Pera compuso para él y que nunca –cosas de machos, como el tango- la habría imaginado en labios de una mujer: si aquella boca mentía el amor que me ofrecía, por aquellos ojos brujos yo habría dado siempre más


Autor: Luis Guerrero Ortiz
Fecha: Lima, 16 de marzo de 2013
Fotografía © Stella Maris 27/ www.flickr.com

1 comentario:

Analu dijo...

Espero que siempre las historias románticas tengan un final feliz...nunca debemos dejar de esperar en que siempre nos sucederán cosas buenas y maravillosa...a pesar de todo.

Todos mis cuentos

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Fotografía (c) John Earley/ flickr.com