
manos/ Copyright ©2005, juan carrillo 2005
No tenías que ser amable. Bastaba indicarme el precio con desgano. Como hacen todas. Pero no. Tuviste que obstinarte en esa cortesía inoportuna y desconcertante para que sea yo quien termine, como siempre, pagando las consecuencias.
Debes ser nueva en la tienda. Nadie te ha advertido todavía. Demasiado bella para ser cortés. Naturalmente, yo te había preguntado. Que cuánto cuesta, que si hay mi talla, que si combina con mi saco, que si puedo probarme. Y claro, no tenías más remedio que contestar. Pero tu siclaroseñor paseporfavorporaquí siganomásqueyolealcanzo, pronunciado con tanto brillo, me animaba a quedarme.
No, no tenías que ser amable. Pero lo fuiste. Sería quizás por la presencia discreta y vigilante de tu jefa, aquella enorme mujer desparramada en el sillón del fondo (¿era tu jefa?) y camuflada bajo un sueño peligrosamente frágil. Sería quizás por la comisión de venta, siempre bienvenida, aún a costa de padecer ciertos indeseables ritos (¿lo era este?). O, a lo mejor, por la comprensible estimulación que generalmente provoca la llegada de un nuevo cliente, no importa si viejo o joven, gordo o delgado, calvo o peludo, billetón o misio.
Pero me hiciste la guardia en el probador. Y en el escaso metro cuadrado disponible, apenas cubierto por una cortina estrecha, voluble al viento, adelgazada a fuerza de mirarse a través de sus tejidos, me cambié de pantalón dos veces. Siempre bajo la atenta vigilancia de tus móviles zapatillas blancas, balanceándose en perfecta armonía con la melodía de Zombie, ese curioso producto musical del grupo Cramberries que dejaban escuchar los parlantes de la boutique.
Pero no era suficiente tu amabilidad ritual. Tenías, además que sonreírme. Y pronunciar, con mal disimulada admiración, qué bienlequedaseñor!. Para agregar con alevosía, esaesutalla!, levamejorelgris quelbeige, quedóperfecto! Qué manera tan abusiva de encadenar al mostrador a un indefenso cliente, que entra a un establecimiento como el tuyo apenas para adquirir una prenda con esfuerzo y salir corriendo, nunca para abonarse a un sueño y terminar pagándolo con tarjeta VISA.
Y me ofreciste medias, cinturón y camisa. Corbata no, pues apenas tenías una, rabiosamente lila y con motitas verdes. Me limité a pagar el pantalón elegido. Cuánto calor se siente aquí dentro, agregué entonces, intentando provocar un diálogo con la fórmula más universal de la galaxia. Y me sonreíste una vez más, mirándome a los ojos, asintiendo levemente tu cabeza en el más misterioso y cautivador de los silencios.
Demasiada electricidad para apagar la luz y salir ¿Me podrías mostrar las camisas que tienes? ¿cuál crees que combine mejor con el pantalón que estoy llevando? ¿cuánto me dijiste que costaba esta? ¿y cuánto aquella? ¿sabías que yo tengo una parecida a esa? ¿y esta de acá te gusta también? Ah, la mayéutica... Ahora el vendedor era yo.
Para qué repetir ahora tus respuestas. Si las recuerdo todas. Ya está dicho: demasiado hermosa, mujer, compréndelo, para permitirte en público ser tan elogiosa, gentil y encantadora. Estas técnicas modernas de marketing parecen haber sido diseñadas por un sádico experto, definitivamente especialista en soledad humana. Y vaya si así fuera. Podría haber salido de pobre hace mucho tiempo.
No lo vuelvas a hacer, anónima muchacha. No al menos hasta que regrese por las medias que me ofreciste. Y, claro, después por el cinturón. Y otro día por la camisa crema con rayas fucsia que me recomendaste llevar, no importa que ya tenga otra igualita.
Ah, y sepárame la corbata lila. Después vendré por ella. Al fin y al cabo, viéndolo bien y sin prejuicios, creo que el verde de sus motas combina a la perfección con el tono beige de tus ojos.
© LGO 1994
No tenías que ser amable. Bastaba indicarme el precio con desgano. Como hacen todas. Pero no. Tuviste que obstinarte en esa cortesía inoportuna y desconcertante para que sea yo quien termine, como siempre, pagando las consecuencias.
Debes ser nueva en la tienda. Nadie te ha advertido todavía. Demasiado bella para ser cortés. Naturalmente, yo te había preguntado. Que cuánto cuesta, que si hay mi talla, que si combina con mi saco, que si puedo probarme. Y claro, no tenías más remedio que contestar. Pero tu siclaroseñor paseporfavorporaquí siganomásqueyolealcanzo, pronunciado con tanto brillo, me animaba a quedarme.
No, no tenías que ser amable. Pero lo fuiste. Sería quizás por la presencia discreta y vigilante de tu jefa, aquella enorme mujer desparramada en el sillón del fondo (¿era tu jefa?) y camuflada bajo un sueño peligrosamente frágil. Sería quizás por la comisión de venta, siempre bienvenida, aún a costa de padecer ciertos indeseables ritos (¿lo era este?). O, a lo mejor, por la comprensible estimulación que generalmente provoca la llegada de un nuevo cliente, no importa si viejo o joven, gordo o delgado, calvo o peludo, billetón o misio.
Pero me hiciste la guardia en el probador. Y en el escaso metro cuadrado disponible, apenas cubierto por una cortina estrecha, voluble al viento, adelgazada a fuerza de mirarse a través de sus tejidos, me cambié de pantalón dos veces. Siempre bajo la atenta vigilancia de tus móviles zapatillas blancas, balanceándose en perfecta armonía con la melodía de Zombie, ese curioso producto musical del grupo Cramberries que dejaban escuchar los parlantes de la boutique.
Pero no era suficiente tu amabilidad ritual. Tenías, además que sonreírme. Y pronunciar, con mal disimulada admiración, qué bienlequedaseñor!. Para agregar con alevosía, esaesutalla!, levamejorelgris quelbeige, quedóperfecto! Qué manera tan abusiva de encadenar al mostrador a un indefenso cliente, que entra a un establecimiento como el tuyo apenas para adquirir una prenda con esfuerzo y salir corriendo, nunca para abonarse a un sueño y terminar pagándolo con tarjeta VISA.
Y me ofreciste medias, cinturón y camisa. Corbata no, pues apenas tenías una, rabiosamente lila y con motitas verdes. Me limité a pagar el pantalón elegido. Cuánto calor se siente aquí dentro, agregué entonces, intentando provocar un diálogo con la fórmula más universal de la galaxia. Y me sonreíste una vez más, mirándome a los ojos, asintiendo levemente tu cabeza en el más misterioso y cautivador de los silencios.
Demasiada electricidad para apagar la luz y salir ¿Me podrías mostrar las camisas que tienes? ¿cuál crees que combine mejor con el pantalón que estoy llevando? ¿cuánto me dijiste que costaba esta? ¿y cuánto aquella? ¿sabías que yo tengo una parecida a esa? ¿y esta de acá te gusta también? Ah, la mayéutica... Ahora el vendedor era yo.
Para qué repetir ahora tus respuestas. Si las recuerdo todas. Ya está dicho: demasiado hermosa, mujer, compréndelo, para permitirte en público ser tan elogiosa, gentil y encantadora. Estas técnicas modernas de marketing parecen haber sido diseñadas por un sádico experto, definitivamente especialista en soledad humana. Y vaya si así fuera. Podría haber salido de pobre hace mucho tiempo.
No lo vuelvas a hacer, anónima muchacha. No al menos hasta que regrese por las medias que me ofreciste. Y, claro, después por el cinturón. Y otro día por la camisa crema con rayas fucsia que me recomendaste llevar, no importa que ya tenga otra igualita.
Ah, y sepárame la corbata lila. Después vendré por ella. Al fin y al cabo, viéndolo bien y sin prejuicios, creo que el verde de sus motas combina a la perfección con el tono beige de tus ojos.
© LGO 1994
2 comentarios:
Este artículo me recuerda ala conación "chica de la boutique" de Heleno. Aunque nunca trabajé en una boutique me hubiese encantado causar tal impacto en un cliente. Ojalá y reciba comisiones por venta, pronto tendría su propia boutique.
Simplemente me encantó.
Han pasado 16 años desde entonces! pero claro, son pensamientos que lo asaltan a uno a veces de un modo casi inevitable y que nacen desde la piel, sólo que no siempre se convierten en palabras o los ponemos en un papel. Aquella vez me provocó hacerlo. Gracias por tu comentario!
Publicar un comentario