11.2.12

La muñeca de trapo


La almohada era deliciosa. De unos 090 x 37 cm, rellena completamente de placas de algodón fino, bastante firme pero fresca y agradable a la vez, de esas que tienden a quedarse planas y permiten la movilidad de la cabeza. Estaba forrada con una funda estampada a mano, una mezcla de serigrafía tradicional con procesos de estampado modernos, hecha también de algodón orgánico. La funda dibujaba una niña-princesa de cabellos negros, ojos redondos y sonrisa tierna, que sostenía una varita mágica en su mano derecha y una corona dorada sobre su cabeza. Tenía un vestido amarillo que caía sobre su cuerpo como una campanita y dos pequeñas alas blancas asomaban apenas detrás de su espalda. 

Mi padre me la regaló al cumplir doce años. No sé dónde la adquirió, pero coincidió con esa cadena de extraños sucesos que ahora quiero relatarles. Desde que era más niña, la oscuridad me horrorizaba. Papá se fue de casa cuando tenía ocho años y con su ausencia, se cerró el ciclo del cuento y su compañía a la hora de dormir, un hábito que practicaba devotamente desde que tuve conciencia de mi existencia. Mi mamá no retomó esa tradición. Siempre apremiada y ansiosa, ella me mandaba a dormir a las 9 de la noche y una vez en la cama me apagaba la luz y se marchaba a hacer sus cosas. 

Al hacerme adulta puede enterarme que el miedo a la oscuridad, a decir de Freud, es una expresión de la ansiedad de separación. Era evidente, la hora de dormir había asociado siempre la luz de mi lámpara a los entrañables cuentos de Janosch y a la amorosa presencia de mi padre. Luego, la oscuridad vendría asociada más bien a la nostalgia y a la huida ritual de mi madre hacia el mundo de luz que estaba detrás de la puerta de mi habitación. 

Me enteré también que a partir de los 9 años, el miedo a la oscuridad –común en niños pequeños- tiende a disminuir. El mío, sin embargo, nació poco antes de esa edad y vino con pesadillas que se reiteraban una y otra vez. Las cosas eran siempre más o menos así: conforme pasaban los minutos a solas en mi habitación, el techo se iba poniendo cada vez más y más negro y me iba atrayendo de manera irresistible hacia un mundo de extrañas criaturas que me miraban con indiferencia. Ninguna de ellas se mostraba amenazante, pero provocaban en mí una soledad infinita. Mis noches transcurrieron desde entonces rodeadas de oscuridad y de monstruos enormes, muy desagradables, que me ignoraban por completo o me miraban con desdén. 

A partir de mis doce años, un personaje nuevo ingresó a mis sueños. La noche y la hora de dormir seguían trasladándome a ese mundo de sombras, pero esta vez yo tenía una muñeca en mis manos. Era una muñeca de algodón, de esas rellenas de fibra de poliéster, con un vestidito amarillo de tela fina y cuyos cabellos negros de lana formaban dos colas sujetas con cinta verde. Su sola compañía no sólo me daba una gran seguridad, sino que en determinadas circunstancias en que me invadía el temor o la angustia, la muñeca se soltaba de mi mano e intervenía ahuyentando a esos abominables engendros con asombroso aplomo. 

Fue así como las pesadillas fueron desapareciendo y en cada mal sueño que me asaltaba ocasionalmente, estaba a mi lado esa dulce muñeca de trapo dispuesta a arriesgarlo todo por mí. 

A mis 14 años, estando ya en tercero de secundaria, nos fuimos una semana de campamento con todos mis compañeros a una playa del kilómetro 50 de la Panamericana Sur. Era la primera vez que dormía fuera de casa y, la verdad, no disimulaba mi entusiasmo. Lamentablemente, pese a la euforia e intensidad de las actividades matutinas y vespertinas, mis pesadillas regresaron de noche. Esta vez era un negro mar el que me envolvía y me sumergía en un mundo subacuático plagado de criaturas marinas horrorosas. No aparecía ya la muñeca conmigo. 

De regreso en casa le conté a mi madre con desasosiego mis malos sueños. Pensé que me había curado de eso le dije, y convinimos en que visitaría al psicólogo esa semana. Esa noche, la primera después de mi retorno del campamento, volví a soñarme con las olas oscuras sobre mí, pero esta vez, curiosamente, volví a tener la muñeca en mis manos y con ella, la misma sensación de seguridad que siempre me daba su compañía. 

He discutido el tema con mi psicólogo en reiteradas oportunidades, pues esta rara disociación me persiguió años después durante todo mi tránsito por la universidad. Las veces que me ha tocado dormir con algún novio en algún lugar, siempre he despertado agitada por mis tenebrosos sueños de oscuridad y sólo cuando dormía en casa recuperaba la paz en mis aventuras oníricas, siempre de la mano de mi muñeca favorita. Me ha explicado con claridad que la muñeca soy yo misma, que representa a esa niña segura de sí, sostenida por la presencia y el amor del padre, que espera ser reivindicada, que no quiere ser negada por la pena ni por el resentimiento, y que es portadora de tantas certezas respecto a sus méritos para ser amada, que de sólo admitirlas, la soledad, el susto, la duda y todos los otros monstruos interiores que me acechan desaparecerían. 

Hemos reescrito mis relatos con desenlaces distintos y hasta los hemos llevado a los títeres, intercambiando los personajes. También he conversado con él sobre mi padre a lo largo de tres años y creo que todo encontró ya su lugar en mi corazón. Tanto así que, no importa dónde duerma, dejé de tener pesadillas y de tenerle miedo a la oscuridad, siendo que la amistad que conservo con mi padre la vivo como mi mayor tesoro. Lo único que me sigue llamando la atención es que cada vez que duermo en casa, sea cual fuere el sueño que tuviese, bueno, malo o regular, largo o corto, completo o interrumpido, siempre aparece la muñeca a mi lado. 

Fue por eso que tomé valor para a hacerles a mis amigas Rafaela, Jacqueline y Tatiana, a quienes jamás comenté de mis pesadillas, una solicitud que les sonó al favor más extraño del mundo. Les pedí indistintamente que durmieran una noche, una cuando menos, con mi almohada, la misma que me regaló mi papá en mi doceavo onomástico y que he conservado intacta sobre mi cama desde hace diez años, con una gran devoción. No pregunten, sólo háganlo les rogué.

Invité después a todas ellas a Café Olé para que me compartan sus sueños, alrededor de una sabrosa fuente de croquetas y una enorme tortilla de papas. Llevé mi Gran Libro de Los Sueños, una acuciosa obra del Dr. Emilio Salas publicada en 1987, para ensayar con mis intrigadas amigas una interpretación de su significado. Una a una fue haciendo el inventario de todos y cada uno de los detalles que recordaban pues, les expliqué, cada elemento es un símbolo cuyo sentido necesita descifrarse y complementarse con los demás. 

Rafaela me habló de un fantástico paseo en globo aerostático que partió de Lima y atravesó la atmósfera para apreciar mejor las estrellas, Jacqueline de un viaje en tren por debajo del océano guiado y protegido por dos enormes ballenas, y Tatiana de una manada de graciosos hámsteres que invadieron su jardín para jugar desaprensivamente con su gato. Las tres convinieron en destacar la misma sensación de paz que le provocaron sus sueños. Mientras iban masticando sus chicharrones de calamar, me fueron describiendo personajes, atuendos, expresiones, objetos, lugares, circunstancias, yo iba anotándolo todo para hacer después la exégesis respectiva. Coincidentemente, en la lista de detalles de cada una figuraba siempre una muñeca de trapo de vestido amarillo y cabellos negros de lana. 


Autor: Luis Guerrero Ortiz
Fecha: Lima, 03 de febrero de 2013
Fotografía © las sandalias de ana/ www.flickr.com

No hay comentarios.:

Todos mis cuentos

Todos mis cuentos
Fotografía (c) John Earley/ flickr.com