21.3.06

Máquinas de escribir


Julio Cortázar en su casa de París/ Foto (c) Pepe Fernandez 1979

Me enteré hoy con sorpresa que Woody Allen no tiene dirección de correo electrónico y que tampoco usa computadora. Más aún, parece que redacta los guiones de sus películas en la misma máquina de escribir con la que escribió su primer guión. Romántico y admirable.

La preferencia por este viejo artefacto –comparándolo con las enormes ventajas que otorga una PC- podríamos considerarla un arcaísmo y, sin embargo, es bueno recordar que las primeras máquinas de escribir fueron muy censuradas en su momento, por «deshumanizar» a la gente, es decir, por homogenizarla, disolviendo sus identidades en nombre de la velocidad. Estamos hablando del siglo XIX, pues el primer proyecto conocido de máquina de escribir data de 1837, atribuido a un tal Ravizza.

Filósofos de la talla de Heidegger llegaron a decir que «escribir a máquina quita a la mano el rango que había ocupado en el ámbito de la palabra escrita y degrada la palabra a ser un medio de transporte», peor aún «oculta la grafía de la mano que escribe y, por consiguiente, el carácter de la persona».

Es curioso, pero tan endemoniado aparato no impidió, por ejemplo, el surgimiento de genios entrañables como Julio Cortázar. Julio llevaba siempre en sus viajes, que eran bastante frecuentes, una pequeña máquina de escribir portátil y se sentaba a escribir plácidamente en cualquier rincón, en la antesala de los ministerios, en su cuarto del hotel o donde lo sorprendiera la espera. Parece que ha sido considerable la producción literaria de Cortázar, incluidas sus famosas cartas, efectuada durante sus continuos viajes y en lugares de tránsito desde su modesta y rudimentaria maquinita.

Yo escribí a máquina con deleite hasta 1987, en que tuve mi primera y definitiva experiencia con un computador. Confieso que no me disgustaría volver a utilizar una, volver a vivir la sensación de la fuerza que cada palabra exigía a los dedos para poder aparecer sobre el papel y la concentración que se necesitaba sostener durante largos periodos para coordinar todos tus movimientos y que las frases te salieran perfectas.

No me disgustaría, excepto por una cosa: las toneladas de papel que se termina arrancando y arrugando, cuando los errores tipográficos se acumulan uno tras otro o cuando te empieza a disgustar la manera como construiste las frases o el orden en que colocaste las palabras o el dato demás o el nombre de menos o el conector o el adjetivo que le sobra o le falta. Más aún si el borrador líquido se te acabó o no sabes dónde lo dejaste la última vez. O si se gastó la cinta y no tienes repuesto en casa y es domingo por la noche. Es que no tengo el talento de Woody, a quien probablemente le salen los textos en limpio de una sola carrera… ni tampoco asistentes que los corrijan con pulcritud en penthiums de última generación. ¿Los tendrá él?

© LGO 2005

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Fotografía (c) John Earley/ flickr.com