11.2.12

La visa


Él no sabía que Columbia era un distrito fundado en 1790 ni que un año después, recién se crearía a su interior la ciudad de Washington, al este de Georgetown. Lo único que sabía hasta ese día era que Washington era el nombre de la capital de los Estados Unidos. Ahora sabía además que las siglas D.C. que se escriben siempre a su costado significaban District of Columbia. La curiosidad por investigarlo le vino el día en que recibió la carta de la Universidad de Georgetown. Había transcurrido ya algunas semanas desde entonces y aún no salía de su asombro. 

Nunca había pisado territorio norteamericano, pero conocía varias historias de amigos muy cercanos que fracasaron en sus intentos de conseguir la anhelada visa. Ese dato le desalentaba, pues no se consideraba con mejores credenciales que sus compañeros, estudiantes de literatura como él, miembro de familias sin mayores propiedades ni fortunas y, por lo mismo, potencialmente sospechosos de no querer regresar. 

La prestigiosa Universidad de Georgetown es la universidad católica más antigua de los Estados Unidos. Pertenece a la Compañía de Jesús y fue fundada en 1789 por el sacerdote John Carroll, S.J. Allí funciona el Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, organizador del XXXVIII Congreso Internacional denominado «Independencias, memoria y futuro». Cuando Abel envió su resumen de 300 palabras, con el título de su trabajo y el nombre de su universidad de origen, sabía que estaba echando una botella al mar. La aceptación de su ponencia suponía que el instituto financiaba su viaje. Realistamente, considerando que estaba compitiendo con miles de postulantes de Latinoamérica, Portugal y España, la esperanza de ser aprobado era apenas una ilusión. Tan remota o improbable le parecía su suerte, que hasta lo había olvidado. 

Para el Instituto organizador, la celebración de 200 años de la independencia de las ex colonias de España y Portugal en América Latina, era una buena ocasión para revisar qué se reflejó en la literatura de la época de una experiencia complicada, confusa y sangrienta. Una experiencia emancipadora, sí, pero que puso en evidencia las diferencias abismales entre los intereses y perspectivas de las élites de criollos letrados, y los de las masas indígenas o africanas –iletradas y empobrecidas- supeditadas a ellos. Abel estaba postulando con un ensayo sobre Fray Francisco del Castillo, un poeta y sacerdote mercedario del siglo XVIII que se hizo conocido como «El ciego de La Merced». El fraile era considerado el mejor autor teatral de la colonia y fue el primero de su época en escribir un guión que presentaba una visión crítica de la conquista del Perú por España. 

La mañana era muy fría y la espera se estaba haciendo larga. No había mucha gente en la salita. Entre otros, una señora de rostro más bien mustio, un muchacho como él con la mirada clavada en el vacío, un señor de mediana edad y vestido con excesiva elegancia que dormitaba con discreción. Aunque había preparado el expediente con desgano, había llevado todo. Tenía su hoja de confirmación, una foto antigua –para qué gastar en sacarse una nueva sólo para la embajada- y su DNI. También llevaba su flamante pasaporte, la carta de invitación de la universidad y su vergonzoso estado de cuenta bancario, con cero movimientos en el último mes y 800 soles que le había prestado una tía, a ser devueltos al día siguiente. Se supone que debía demostrar que sus vínculos en el Perú, tanto familiares como económicos o laborales, eran tan sólidos que estaba obligado a regresar después del Congreso. En su caso, eso era indemostrable. 

Cumplidos los primeros 30 minutos, toda una eternidad, Abel había venido reflexionando en la serie de incomodidades que un viaje de esta magnitud le podía acarrear. Para empezar, tener que hacer gastos extras, fuera de sus posibilidades, como en ropa y zapatos. Viajar a los Estados Unidos con lo que llevaba puesto –sus gastados jeans, su casaca de siempre, sus zapatillas de hace tres veranos- estaba completamente descartado, pues él no quería ser mirado de arriba abajo por nadie. Sin embargo, ¿cuánto tendría que invertir en un atuendo mínimamente aceptable en el país más poderoso del mundo? Sólo ese detalle lo colocaba en un callejón sin salida.

También necesitaba una maleta, pues era la primera vez que salía del país. Había una maleta vieja en casa, aunque era un objeto tan antiguo y estropeado que jamás lo exhibiría en público. Además, la madre lo tenía lleno de ropa en desuso, que vaciaba y llenaba ritualmente cada fin de estación. Era intocable. La tía que le prestó los 800 soles era un personaje amable que viajaba mucho al interior del país, pero el préstamo ya había sido motivo de malos ratos con su madre. Ella le había advertido que era la primera y última vez que la obligaba a pasar esa vergüenza, pues ese préstamo iba a poner en boca de toda la familia que ella no tenía ni dónde caerse muerta. Pedirle además una maleta ya no era una opción. Entonces, ¿en qué llevaría sus cosas? Ese iba a ser otro motivo de conflicto en casa.  

El posible viaje le suponía también llevar algún cursito intensivo de inglés básico, pues aunque el congreso era en inglés, castellano y portugués, ¿cómo podría moverse por la ciudad, pedir un café o comprar un suvenir si sólo sabía pronunciar, como Paul McCartney, You say goodbye and I say hello? Abel no quería ir a dar pena pero, a la vez, los doscientos diez soles mensuales, más pasajes, que le costaba el curso más económico estaba fuera de su alcance. ¿A quién iba a recurrir? Sin plata, sin ropa, sin maleta, sin hablar inglés… ¡qué mala idea era ir a Washington! 

Mientras más lo pensaba, más lamentaba la hora en que se dejó convencer por sus amigos, en particular por Elia, quien le rogó postular con ella para no tener que viajar sola hasta allá. Elia era una chica linda, brillante, muy segura de sí misma, fue una de las primeras en ser aceptada por la universidad y en obtener la visa. Pero, ¿y si le daban la visa también a él y de verdad iban juntos a Georgetown? Eso le iba a traer serios problemas con Nicole, que se consumía en celos sólo de escucharle mencionar su nombre. La noticia de la aceptación de ambos ya había motivado varias discusiones. Abel quería mucho a Nicole, aunque la admiración que Elia despertaba en el sexo opuesto era tan notoria que no había forma de evitar aprehensiones. Era un lío, un tremendo lío que lo angustiaba a más no poder.

Cumplida una hora de espera, el muchacho de mirada perdida ya había sido llamado y se había ido aún más consternado de lo que llegó, con una tarjetita roja en la mano. El adormecido señor tampoco estaba, a él también se le vio apesadumbrado retirarse con el magenta entre los dedos. Abel, un muchacho tímido y solitario, sentía que no necesitaba este viaje, no le interesaba tanto el tema del congreso, nunca creyó posible alcanzar méritos para dar una ponencia allí y ahora estaba ad portas de hacerlo realidad. Él tenía una vida tranquila, todo estaba en su cauce y en su ritmo, pero este acontecimiento venía a alterarlo y a complicarlo todo. Era una muy mala idea. Por fortuna, se sentía tan poco acreditado para obtener una visa a los Estados Unidos, que no veía la hora de que lo llamen para confirmárselo y poder regresar aliviado a casa. 

Esa noche, el Cine Club de la Alianza Francesa proyectaba la película «René char, nom de guerre Alexandre». René Char, poeta francés, fue también un líder de la resistencia maqui en Provenza y combatió con el seudónimo de Alexandre. El film mostraría fotos, manuscritos y fragmentos de películas de sus años de compromiso patriótico. Saliendo de la embajada llamaría a Nicole y le diría que la pesadilla acabó, que no viajaba y que la invitaba al cine. Todo volvería a la normalidad. 

El reloj de la sala marcaba la una de la tarde. Cumplida la hora y media de espera, Abel es llamado a ventanilla. ¿Por qué motivo necesita viajar usted? Le pregunta una mujer de rostro adusto. Por motivos académicos, balbucea Abel, he sido invitado por la Universidad de Georgetown a exponer en un congreso de literatura… ¿Cuándo es el congreso?, lo interrumpió con brusquedad. Del 9 al 12 de junio, respondió Abel en voz baja. La funcionaria anotó algo en su cuaderno y, sin levantar la vista, le dijo eso es todo. Luego, le entregó una tarjeta verde. 


Autor: Luis Guerrero Ortiz
Fecha: Lima, 01 de setiembre de 2013
Fotografía © volderman/ www.flickr.com

No hay comentarios.:

Todos mis cuentos

Todos mis cuentos
Fotografía (c) John Earley/ flickr.com