11.2.12

Destellos en el cielo


La ventana del taxi estalló en mil pedazos. El sonido del impacto y los gritos de la muchacha llamaron rápidamente la atención de la gente, aunque nadie se atrevía a acercarse. Los dos ladrones parecían decididos a cometer su fechoría a cualquier precio y se movían con celeridad para aprovechar la sorpresa. La chica, sin embargo, no paraba de gritar pidiendo ayuda, duramente aferrada a su pequeña cartera y a los 20 soles que tenía en su monedero. Esa férrea resistencia desconcertó a los maleantes y concedió a Rafael los segundos necesarios para bajar de su auto con rapidez y golpear con su maletín en la cabeza del malhechor que forcejeaba con ella. ¡Policía! ¡Policía!, gritaba con energía, tratando de asustarlos. Los dos asaltantes decidieron huir, las cosas se les habían complicado más de lo previsto y no querían exponerse más.

Mientras tanto, la joven miraba fijamente a Rafael implorando auxilio, presa de pánico y bañada en sangre a causa de los vidrios incrustados en todo su cuerpo. Rafael, un pintor de mediana edad que se dirigía presto esa mañana a entregar algunas muestras de su trabajo a una de las más importantes galerías de Lima, se encontraba de pronto involucrado en una experiencia de terror. La duda le duró unas fracciones de segundo, la expresión de desolación de esa pobre mujer no admitía excusas. Con la ayuda del chofer abrió la puerta trasera del taxi, la tomó en sus brazos y le dijo que la llevaría a una clínica en su propio auto. A esas alturas, no cabía esperar policías ni ambulancias, la joven se desangraba. 

El trayecto fue relativamente breve pero se hizo largo debido a la intensidad de la situación. La chica no paraba de llorar ni de quejarse del dolor de sus heridas. No siento mi pierna, decía, no la siento… ¡y no para de sangrar! Llegaremos muy pronto, le decía Rafael, no te preocupes, te sacarán los vidrios, te limpiarán las heridas, te coserán y quedarás como nueva. ¡Me quedarán cicatrices!, decía ella. No, no, no te quedará ninguna le decía él, intentando calmarla. Cuando yo era niño tropecé con una puerta de vidrio que se hizo añicos sobre mí, no imaginas la cantidad de vidrios que me sacaron del cuerpo, y al final, más allá del susto, no me quedó ni una sola marca. No era cierto. De cualquier modo, la muchacha, recostada en el asiento de atrás de la Volkswagen Gol Station de color negro que Rafael había comprado de ocasión hacía un par de años, no dejaba de llorar. ¿Has avisado a tu casa?, le preguntó. Sí, sí, dijo ella, ya llamé... 

No me has dicho tu nombre, le preguntó Rafael. Me llamo Ángela. Muy apropiado, le dijo él. Ángela, te voy a contar la historia del hombre ecuánime, es un antiguo cuento hindú. Era el caso de un hombre muy querido por la gente que vivía solo con su hijo. Un día se escapó su caballo y todos acudieron donde él a lamentar su mala suerte. Pero al cabo de unos días reapareció el animal en compañía de otro y la gente vino a decirle, qué buena suerte has tenido, ahora tienes dos caballos. Un buen día, cabalgando con su hijo, el muchacho cayó del jamelgo y se fracturó la pierna. Qué mala suerte has tenido, le dijeron, si no te hubieras encontrado ese segundo caballo tu hijo no se habría accidentado. El hombre siempre asentía sin hacer mayor comentario. Al cabo de unas semanas estalló la guerra y todos los jóvenes del pueblo fueron movilizados, excepto el magullado hijo del hombre ecuánime. Qué buena suerte tuvo de caerse, le dijo la gente, ¡se libró de la guerra! Como verás, añadió Rafael, todo es relativo, has salido lastimada pero estás viva y todo este mal rato ha de terminar en algo bueno, ya lo verás. La chica continuaba sollozando por el dolor, pero las palabras del pintor le habían sonado terapéuticas. 

Al llegar a la clínica, Rafael se baja a toda prisa y pide una silla de ruedas con gestos enérgicos, la saca con cuidado del auto y la lleva raudamente hasta la sala de emergencias. Dónde me has traído, yo no puedo pagar una clínica particular le dijo ella con desazón. Descuida, le dijo él, yo me hago cargo. El personal se movilizó de inmediato y la llevaron a limpiar sus heridas hasta que llegue el médico. Entra conmigo por favor, le rogó a Rafael. Aquí estoy, le dijo, tranquila que no me iré, vas a quedar mejor que nunca. Ella le estiró la mano y Rafael se la apretó con fuerza. 

Entre la asepsia de rigor, el llenado de formularios y la llegada del médico de turno –ocupado en ese instante con otro paciente- transcurrieron unos 30 minutos. Cuéntame otro cuento por favor, le pidió la acongojada muchacha. El pintor, para fortuna de ella, se sabía muchos cuentos chinos. Le contó entonces la historia del monje furioso, la del espejo del cofre, la del asno de Kuichú y la del zorro que aprovechó el poder del tigre. Cuéntame más, le rogó, sonriendo por primera vez y encendiendo sus enormes ojos negros. Hasta la llegada del doctor, Rafael le siguió contando más historias breves sin soltar su mano, tratando de devolverle la confianza. Nadie me ha tenido nunca tanta paciencia, le dijo ella con dulzura. Nadie ha puesto nunca tanto interés en mis relatos, respondió él con una sonrisa cómplice. 

Por fortuna no tenía heridas en el rostro y no había arterias ni tendones comprometidos, pero brazos y piernas estaban bien lacerados. La joven salió de la sala completamente vendada y en silla de ruedas, tenía dificultad para flexionar las piernas debido a la profundidad de algunos cortes cercanos a la rodilla. No tiene lesiones de gravedad, pero va a necesitar rehabilitación para recuperar flexibilidad en el movimiento de las extremidades y deberá volver en 10 días para sacarle los puntos, le explicó el traumatólogo a Rafael. 

Rafael compró las medicinas, pagó la cuenta y regresó donde la accidentada joven a decirle que todo era conforme y que ya estaba lista para regresar a casa. No podía llevarla en su auto pues sus recién tapizados asientos color crema estaban completamente ensangrentados y, además, debía acudir con prisa a la galería a dejar sus trabajos o perdería toda opción a participar en la gran exposición del año. Al mismo tiempo, no quería irse sin ella. Nunca había logrado una conexión tan intensa con una mujer, menos en dos horas ni en tan agitadas circunstancias. Nunca se había sentido tampoco tan necesitado por alguien. 

Te llevo en un taxi, le dijo finalmente, ¿Vives lejos? ¿O hay quien te reciba en casa? Sí, respondió ella en voz baja, mi... un familiar me está esperando, ya sabe que estoy en camino. No te preocupes, ya te he quitado demasiado tiempo. 

Rafael permaneció en silencio por unos largos segundos. Entonces detuvo un taxi, acomodó delicadamente a la muchacha en el asiento posterior y le entregó un billete de 50 soles para que pague el servicio, donde quiera que tuviese que llevarla. Con ciertas dudas, le entregó también un boceto a lápiz de su rostro, es decir, un retrato que había elaborado con discreción en medio de charlas, esperas y pasadizos. Era hermoso y destacaban nítidamente sus ojos. No tienes una idea de lo agradecida que estoy Rafael, le dijo ella sonriéndole y, a la vez, llorando en voz baja. Soy yo quien está agradecido con la vida, le dijo él, por haberme dado la oportunidad de reparar las alas de un ángel. El taxi se alejó lentamente. La joven no lo perdió de vista hasta que al auto volteó la esquina. Rafael respiró hondo y fue invadido lentamente por una angustia inexplicable. No habían intercambiado teléfonos. Nunca más volvió a saber de ella. 


Autor: Luis Guerrero Ortiz
Fecha: Lima, 15 de diciembre de 2013
Fotografía © Amalia Morcillo/ www.flickr.com

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Fotografía (c) John Earley/ flickr.com