7.12.06

Eduviges y el museo de la esperanza


Copyright ©2006, juan carrillo 2004

Ocurrió una vez hace muchos años, en un lugar alejado y maravilloso, rodeado de árboles que nadie podía podar ni pintar de blanco la base de sus troncos, de canarios cantores que nadie podía enjaular y de cavernas que servían de refugio a esas mariposas extraordinarias que se trasladaban cada año del Canadá hasta Sudamérica sólo para aparearse y regresar después a casa a depositar sus larvas. Hasta allí llegó un grupo de personas, habitantes de un curioso país donde la gente después de recibir once años de educación no sabía leer, con la decisión de construir una aldea pequeña, en cuya plaza principal se levantara el primer museo de la educación que nadie jamás haya imaginado posible en esa región del mundo.

La idea era genial. Las experiencias vividas al interior de ese ingenioso edificio serían tan notables para sus visitantes, que al cabo de recorrerlo nadie -ni el más distraído, necio o desinformado de ellos- conservaría el mismo grado de ignorancia con el que entró. Más aún, el museo debería estar tan magníficamente diseñado que su meticulosa visita debería multiplicar la sabiduría del sabio, devolver la motivación por aprender al negligente, pragmatizar y humanizar al más fatuo e inútil de los eruditos, dar autoconfianza a las mentes brillantes más tímidas, aumentar la fe en la educación pública a los ricos y convencer a todas las autoridades de la comarca de que sin educación, eran nada.

Durante cuatro años, los habitantes de esta aldea, a la que bautizaron como Eduviges, en homenaje dicen algunos a la santa hija del príncipe Bertoldo, duque de Carintia, marqués de Moravia, conde del Tirol, aunque creo que fue sólo para connotar 'educación' de una manera eufemística, se entregaron en cuerpo, alma, mente y corazón a tan noble misión.

Comprenderán, sin embargo, que organizarse como aldea y a la vez diseñar y construir el museo no era tarea fácil. Menos aún si cada uno de sus 100 habitantes, provenientes de cunas y parajes muy distintos, tenía ideas propias sobre la forma de hacer cada cosa. Y sobre el papel que debían cumplir los demás en el mismo empeño.

No es del caso relatar ahora la historia de las pequeñas proezas que implicó esta singularísima aventura, en lucha constante contra la mezquindad, la envidia, la desconfianza y hasta el desprecio de todos quienes creyeron tener más derecho que nadie a formar parte de ella o, mejor aún, a dirigirla. Sobre las cabezas de sus enemigos y apoyados en la esperanza de miles de paisanos, cuyas mejores ideas fueron escuchadas siempre con sencillez, este centenar de hombres y mujeres construyó el museo.

Lo que siguió a esta hazaña, sin embargo produjo una crisis sin precedentes en la pequeña Eduviges. El museo ya existía y había sido anunciado a los cuatro vientos. Pero... ¿en qué debían ahora sus habitantes ocupar su tiempo? Las opiniones estaban divididas. Los ánimos también. ¿Qué otra proeza de la misma talla se le ofrecía ahora a un grupo de personas demasiado habituado ya a la intensidad, la tensión y el desafío? Hay que empeñarse ahora en que la autoridad apruebe lo que hicimos, dijeron unos y que hagan del museo una institución oficial. No, dijeron otros, lo más difícil será conseguir que la gente, todas las gentes de esta gran comarca, con o sin la voluntad del rey, quieran entrar.

Nadie sabe a ciencia cierta cuál fue finalmente el dramático desenlace de semejante dilema, dato que se ha perdido en las confusas brumas del tiempo. Pero dicen algunos que hasta el día de hoy, en el lugar donde se dice existió Eduviges, se pueden escuchar en las noches, con algo de atención y esfuerzo, el eco lejano de los ardorosos debates. También se dice, aunque no me consta, que los habitantes de los pueblos vecinos a ese mítico y solitario paraje -campesinos todos- suelen exhibir desde su más tierna edad, una curiosa y notable sabiduría.

© LGO, diciembre 2006

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