11.2.12

El diván azul


Antiguamente, en países como Persia o Turquía, se le llamaba diván a una colección de poemas, en principio de un mismo autor, o al núcleo principal de su obra poética. El significado actual de la palabra diván –un sofá largo y mullido con estructura de madera de contornos barrocos- data de la Europa de mediados del siglo XVIII, aunque fue en el siglo XIX que se puso de moda gracias a la literatura romántica y, posteriormente, a Sigmund Freud, que comenzó a utilizarlo en sus prácticas psicoanalíticas. 

Algo de ese espíritu que revela su biografía debe haberse impregnado en las versiones actuales de estos muebles, pues Carolina se sentía no sólo cómoda sino inspirada cada vez que el Dr. Ardiles la invitaba a recostarse en su hermoso diván azul para iniciar la sesión de cada miércoles. El enfoque terapéutico de Ardiles no era ortodoxamente psicoanalítico, pero le agradaban los divanes y que sus pacientes se sientan plenamente a gusto. Como aconsejaba la tradición freudiana, se sentaba detrás del diván, pues prefería evitar el contacto visual con su interlocutor para que la conversación esté libre de toda perturbación.

Carolina soñó que huía de su casa en un auto celeste. La casa de sus sueños era un edificio de varios pisos y se había visto a sí misma bajando a toda prisa por la escalera externa hasta ganar la calle. Nadie la perseguía aparentemente, pero corría sin mirar atrás. Un auto celeste de gran tamaño, antiguo y bien conservado, la estaba esperando. Se sentó rápidamente en la parte de atrás, el único lugar del auto que contrastaba con su pulcritud, pues lucía maltratado y desgastado por el uso. 

El chofer, un joven desconocido, la llevó a todo fuelle por las calles de la ciudad hasta salir a campo abierto y, al cabo de varios kilómetros, estacionar en un pequeño bosque de eucaliptos. Allí bajó la muchacha y se encontró con una pareja joven que llevaba un bebé en brazos. Los extraños la invitaron amablemente a sentarse sobre un gran mantel blanco extendido en el piso y sacaron de una canasta frutas, quesos y panes para compartir. El sol estaba en su punto más alto y el silencio del ambiente dejaba escuchar el agradable sonido cercano de algún torrente de agua.

La casa es su identidad Carolina, le dijo el Dr. Ardiles, es la mujer que usted ha construido a lo largo de los años desde su infancia. Está buscando dejarla atrás, sobre todo lo que ha venido colocando en su mente, que es lo que simbolizan los pisos superiores que usted ha abandonado para dirigirse hacia abajo, es decir, hacia el subconsciente. Que lo haya hecho a paso firme a través de una escalera fija puede indicar que se trata de una decisión trascendente, más que de un deseo episódico y frágil. 

En efecto, Carolina, una joven y talentosa profesora de danza, había asumido roles paternos en su familia desde los 18 años, edad en la que perdió a sus padres en un accidente y tuvo que hacerse cargo de sus dos hermanas menores. Diez años después, se sentía atrapada en un círculo de responsabilidades que la asfixiaba, pero que tampoco se atrevía a romper. Sus hermanas ya eran mayores de edad y estudiaban carreras cortas en una academia, lamentablemente, se habían habituado a depender de su hermana, que en su afán de protegerlas tampoco las dejaba esforzarse por compartir el peso de la sobrevivencia. 

Ahora bien, el auto es tu vida, le dijo Ardiles. Luce bien por fuera porque confías en tus posibilidades de avanzar hacia tus propias metas, y si luce mal por dentro, justo donde te sientas, es porque también albergas temores y desconfianzas en tus capacidades. Tú no lo conduces, quizás porque no te sientes preparada y esperas que alguien distinto a ti venga a llevarte hacia tu destino. 

Doctor, interrumpió Carolina, yo quiero hacer mi vida, sólo que mis hermanas no colaboran, ellas podrían si quisieran hacer algo por sí mismas pero dicen que no pueden trabajar y estudiar. Yo sí he hecho eso doctor y se los recuerdo siempre. «Somos diferentes» me responden y me advierten que si tienen que buscan trabajo dejarán sus estudios. Yo no quiero eso, les falta un par de años para terminar. Aunque a veces me temo que después pretextarán otra cosa para seguir dependiendo de mí. Mientras tanto, yo sigo postergando mis planes. Quisiera estudiar en el Broadway Dance Center de Nueva York, mi profesora Vania Masías me ha ofrecido enviarme allí. Sin embargo, ¿cómo dejo a mis hermanas? 

Es tan injusto doctor, a veces siento rabia contra mis padres, ¿por qué me dejaron con todo esto?, quiero mucho a mis hermanas pero no soy su mamá, yo no elegí ser su mamá. Sé bailar, aprendí a hacerlo con empeño, me gusta también enseñar a otros, y ¿sabe qué?, es todo lo que tengo. Eso sí es mío. Todo lo demás no me pertenece, nace de la obligación. 

Carolina se revolvía en el diván, se echaba de diversas formas, frotaba el tapiz azul con sus manos sudorosas y se secaba las lágrimas con el brazo. Ardiles la dejó desahogarse. ¿Estás más tranquila ahora? Si me permites, quisiera completar la interpretación de tu sueño, pues tu subconsciente ha construido un relato más optimista del que sueles traer aquí Carolina. Quiero destacar la escena del picnic.

Te has soñado al final de tu viaje, es decir, en tu punto de destino, con un campo amplio, fértil, verde y soleado, rodeado de árboles enormes. Así es como estás visualizando tu horizonte de vida, productivo, con posibilidades y realizaciones sin límite. De otro lado, me queda claro que el bebé eres tú misma. Te imaginas feliz, amada, cuidada y segura. Más aún, el hecho de compartir la comida con otros representa tu deseo de disfrutar alguna vez de vínculos de colaboración con los demás, basados en el compartir y no en el dar sin recibir, como sientes que sucede ahora. Mira, además, los alimentos que comparten, una comida sana que simboliza tu esperanza de un compartir que te satisfaga y te nutra, no que te enferme. 

Carolina estaba algo aturdida. Todo lo que le decía el psicoterapeuta le sonaba tan próximo. En verdad era eso lo que ella deseaba, aunque no se atrevía siquiera a expresarlo por sentirse sin derecho a imaginar un destino sin sus hermanas. La responsabilidad de criar y proteger que le trasladaron tácitamente sus padres al morir, parecía un imperativo irrenunciable, una condena. 

Sientes culpa, ¿verdad?, le dijo Ardiles. Ese sentimiento no te deja admitir tus deseos de libertad y autonomía, de tener tu propio proyecto de vida, no te permite aceptar que cumpliste ya con tus hermanas y que les corresponde ahora a ellas asumirse como adultas. Pero eso lo conversaremos en la próxima sesión. 

La joven estaba recostada sobre el diván azul ahora más relajada, sus manos laxas descansaban sobre los bordes del respaldar. No obstante, el final de la sesión interrumpió sus cavilaciones, se incorporó rápidamente y se despidió del doctor con amabilidad. 

El auto celeste la estaba esperando en la puerta. Carolina se instaló en el asiento de atrás y pidió al chofer que la lleve a su casa. Durante el trayecto estuvo imaginando una solución a su dilema. El Dr. Ardiles le había dicho en una sesión anterior que soñar con fuego podía simbolizar deseos destructivos  reprimidos. Pero eso era justamente lo que ella necesitaba: destruir una culposa manera de ser que la aprisionaba en el rol de madre. Cuando llegaron al edificio, Carolina subió por las escaleras externas hasta el último piso. Al cabo de veinte minutos bajó con prisa y le pidió al chofer que la lleve de regreso al consultorio. Apenas una cuadra después, el chofer pudo apreciar por el espejo retrovisor enormes llamas de fuego envolviendo el edificio. 

Llegando al consultorio, Carolina entra de frente hasta la sala y se echa en el diván azul. Ardiles caminaba detrás de ella desconcertado. Doctor, le dice la muchacha, resolví el problema, ahora soy otra, mi antigua personalidad fue destruida y, de paso, mis hermanas también. Soy una mujer libre a partir de ahora. No entiendo, dice Ardiles, de qué hablas, qué está pasando aquí. Quemé mi casa doctor. Usted mismo me dio la clave, liberé mis sentimientos de rechazo y prendí fuego al edificio. 

De pronto, Carolina toma conciencia de sus palabras y rompe en llanto. ¿Cómo he podido hacer esto? Grita con desesperación y empieza a desgarrar el tapiz del diván presa de un ataque de histeria. ¡Quemé a mis hermanas!, ¡quemé a mis hermanas!, repetía con afligida voz. Ardiles la coge entonces de los hombros, la sacude y le repite con energía: ¡Carolina despierta, despierta! Te has quedado dormida mientras te hablaba, ¡despierta por favor y tranquilízate!, sólo fue un sueño. La muchacha recupera allí mismo la conciencia, se sienta en el diván y abraza a su terapeuta con alivio. 

Una vez recuperada la calma en la habitación, la gris tranquilidad de la tarde de ese miércoles otoñal sólo fue rota por las sirenas de los camiones de bomberos atravesando raudamente la ciudad.


Autor: Luis Guerrero Ortiz
Fecha: Lima, 3 de marzo de 2013
Fotografía © Teresa Palazon/ www.flickr.com

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Fotografía (c) John Earley/ flickr.com