11.2.12

Sala de espera


El último viernes de cada mes, ella siempre llegaba a Lima con impecable puntualidad. Se habían conocido hace un año de manera fortuita en el Congreso de Antropología Panameña. Él, un psicólogo social muy versado en temas culturales, había tenido la oportunidad de comentar la ponencia de la Dra. Ana Elena Porras, de la Universidad de Panamá, sobre el fenómeno del populismo en ese país centroamericano. Al concluir esa mesa, ella se le acercó mostrando una enorme curiosidad por las ideas que había expuesto en su comentario. Lucía, una joven y entusiasta estudiante de posgrado en antropología cultural, de enormes ojos cafés, entabló una rápida conexión espiritual con Renato. 

Esa semana conversaron mucho sobre infinitos temas. Les había llamado la atención en particular la conferencia de Margaret Crofoot sobre la «violencia inimaginable y el altruismo extraordinario» de los simios. Por analogía, la discusión sobre ciertos rasgos del comportamiento y la ecología de los primates los llevó fácilmente a hablar de sí mismos y de sus propias vidas. La simpatía mutua era innegable y se multiplicó con el correr del tiempo, y aunque nunca se atrevieron a dar un paso hacia el amor, lo que vivirían en los próximos meses lograría tener parecidos extraordinarios. 

Lucía vivía en Panamá, en la ciudad de Chitré, provincia de Herrera. Pero su necesidad de seguir viéndolo y prolongar sus fascinantes pláticas la llevaron a elegir el Perú, el país natal de sus padres, como lugar de su investigación doctoral. Es así que cada fin de mes llegaba a Lima a sostener entrevistas, hacer trabajo de campo, reunir mucha información y, por supuesto, a encontrarse con Renato, a conversar con él sobre la vida y la muerte, sin compasión de las horas. 

Esa noche, él la esperaba, forrado en su clásica casaca azul, como cada último viernes de mes. Esa noche la recogería, la llevaría a su hotel, irían a cenar, se contarían sus vidas y programarían su semana, su cine, sus cenas, sus bares, sus shopping, sus conciertos, sus sesudas charlas académicas, como acostumbraban hacerlo desde hacía casi un año. Esa noche tendría el privilegio de verla nuevamente, de tomarle aún más fotografías y de fabricar nuevos recuerdos, hasta su próxima visita. Esa noche, Lucía no llegó. 

Habían hablado hacía apenas unas horas, su viaje era seguro, no había razón para que no desembarcara. Se acercó al mostrador de Copa Airlines y le dijeron que no figuraba en la lista de pasajeros, pero que esperara el siguiente vuelo. Renato se acomodó en una butaca y decidió esperar. Fueron tres largas horas, en las que desfilaron por su mente sus mejores escenas con Lucía. Él estaba muy enamorado, ella no. Sentía su cariño, su admiración, su interés, caminando siempre en los bordes de la esfera profesional, pero también su distancia, calculada, sutil, invulnerable. Esa ambigüedad le pareció cautivadora al principio, aunque lo había venido atormentando con el paso del tiempo. Si la toleraba con estoicismo era porque, a pesar de todo, ahora le resultaba difícil imaginar su vida sin ella.

Los altoparlantes anuncian que el siguiente vuelo de Copa está demorado. Habrá que esperar quizás otras tres horas. Renato busca un café, revisa sus correos, su Facebook, su WhatsApp, su Skype, no hay mensajes de Lucía. Su celular permanecía apagado, no había cómo saber de ella. Lucía tenía importantes planes profesionales en Panamá, de los que habían platicado mucho. Sus padres, prósperos empresarios de la industria textil, estaban dispuestos a financiarle cualquier proyecto a su única hija. Ninguno de ellos lo incluía a él. Es por eso que cada vez que la veía y sus bellos ojos se clavaban en los suyos con coquetería y ternura, se le venía a la mente la estrofa de una canción de Caetano Veloso: apenas te pido que aceptes/ mi extraño amor

Es sábado por la mañana. El sol asoma y el avión no llega. En el counter de la aerolínea le dicen que hay mal tiempo en Panamá y que el avión aún no parte, pero que avisarán oportunamente. Renato va por otro café y un sándwich. Una gran tristeza le estruja el corazón. ¿Sería capaz de sostener esta clase de relación un año más o moriría en el intento? A decir verdad, el último mes la intensidad y la frecuencia de su comunicación con ella habían disminuido un poco. A veces se desanimaba de todo esto pues sentía que no lo llevaba a ninguna parte, pero le bastaba escuchar su voz una vez más para olvidarlo todo y volver a encender el entusiasmo. De todos modos, él sabía que en cualquier momento Lucía, una mujer linda y carismática, podría abrir otra puerta y desaparecer con la misma gracia, naturalidad e imprevisión con que llegó a su vida. 

Arrellenado en uno de esos incómodos asientos de la sala de espera, Renato se abandona a sus pensamientos hasta que se queda dormido. Sus sueños lo trasladaron a un escenario de búsqueda frenética e infructuosa de Lucía en los rostros de los pasajeros de cada avión recién llegado, un ritual cuya monotonía y esterilidad empezaba a asemejarlo a una condenación. Aumentaba su angustia la indiferencia de la gente, que no respondía a sus preguntas ni se dignaba mirarlo, como si no existiera. 

De pronto, una voz conocida lo despierta cariñosamente: oiga chico, abra ojitos, ya estoy aquí. Un Renato medio aturdido se incorpora de su asiento y encuentra a una Lucía resplandeciente delante de él, sonriéndole con amor. No estaba sola. Tomado de su mano estaba un hombre barbudo, de mediana edad, impecablemente vestido, que lo miraba con simpatía. Renato, él es Miguel, mi novio, bueno y también mi asesor de tesis en la universidad. Decidió acompañarme pues moría por conocerte. Le he hablado tanto y tan bien de ti.

Renato enmudeció, se sentó y se volvió a acurrucar en la butaca. Esto no podía ser real. Tenía que ser parte de su sueño y debía regresar a él para borrar esta escena y despertar de verdad. Cerró los ojos, pero seguía teniendo la misma visión, ella parada a su costado, abrazada al catedrático, ambos contemplándolo con misericordia. Mientras tanto, una angustiada Lucía salía presurosa del control migratorio y buscaba a Renato con los ojos sin lograr ubicarlo. Su celular no respondía. Lo buscó por todas partes, menos en esa esquina en la que había una pequeña aglomeración de gente tratando de reavivar sin éxito a un hombre inerte de casaca azul, con el cuerpo helado y sin pulso, que varios testigos habían visto allí sentado desde el día anterior.

Autor: Luis Guerrero Ortiz
Fecha: Lima, 25 de octubre de 2013
Fotografía © Lydia/ www.flickr.com

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Fotografía (c) John Earley/ flickr.com