11.2.12

Unchain my heart

[Joe Cocker, marzo 2012]

Siéntate por favor, te tengo buenas noticias. De los 27 postulantes al cargo, has sido seleccionado como el mejor. Sólo tengo que elevar un informe autorizando tu contratación y ya eres parte de esta oficina. Como sabes, vas a ganar 2 mil quinientos soles al mes. Sólo hay un detalle por resolver. Mira, yo soy el jefe de esta área y aunque no lo creas, gano menos que eso. Antes de firmar la conformidad de tu ingreso voy a pedirte una colaboración. Necesito que me deposites por adelantado tus dos primeros sueldos en esta cuenta que te he anotado acá. Son sólo 5 mil soles y el puesto es tuyo. Lo lamento, pero la realidad es así de dura. Si tú colaboras conmigo, yo lo haré contigo cuando trabajes aquí, no tengas duda. En el momento que me abones, yo firmo la conformidad de tu contrato, al instante. Si no te es posible, no te preocupes, yo entenderé, sólo que me vería obligado a contratar a otro aspirante. Hay varios muy buenos, felizmente. 

Vilma me había advertido que esto iba a ocurrir desde que supo que postularía. Ella tenía trabajando aquí más de tres años y me decía que las malas artes del señor Pedraza eran harto conocidas entre el personal, aunque nadie se atrevía a hablar de ellas en voz alta. Yo pagué el cupo, como casi todos los que fueron seleccionados por él, porque necesitaba el trabajo. Tuve que endeudarme con dos amigos y un familiar para poder hacerlo, pero no podía seguir pateando latas por más tiempo. Mi segundo hijo acababa de nacer, estaba desesperado. 

La oficina era un espacio rectangular bastante amplio, atiborrado de escritorios y máquinas ubicados contra la pared, sobre un viejo y desgastado tapiz plomizo. Las paredes eran grises y no tenían ventanas ni ornamento alguno. El aire acondicionado –permanentemente encendido- era fuente de conflictos, alergias y resfríos al por mayor. Una descolorida mujer de mediana edad y rostro duro, como el de una estatua de bronce, fungía de coordinadora y nos vigilaba a todos como si fuéramos reos en penitencia. A su mirada escrutadora no se le escapaba ni la forma en que iba vestida la gente, y no dejaba pasar la oportunidad para hacer comentarios mordaces sobre las prendas que consideraba inapropiadas, es decir, disonantes de su moda conventual. 

Una vez adentro me fui enterando, además, de otras mañas de Pedraza. ¿Ya conociste a la señora Elvira y al tal Alonso?, me preguntó Vilma un día. Ese par ingresó fácil porque son sus amigos. La coordinadora jamás les dice nada. Entran y salen de aquí cuando quieren, nunca se les ve haciendo algo productivo y siempre se van a almorzar con él. Pero son sus ojos y oídos, nos espían y le llevan todos los chismes. Pobre aquel que raje del jefe. Hasta se inventan intrigas contra todos los que no le llevan el amén, sobre todo contra los jóvenes. Hay mucho de envidia en esto, porque estos chicos saben bastante más que ellos y eso se nota cada vez que abren la bocaza.  

Rodolfo Pedraza era un antiguo e inamovible empleado de la oficina. Hombre canoso de unos cincuenta y tantos años, vestía siempre de la misma forma: zapatos negros bien pulidos, esos de bordes anchos y afiligranados, pantalón gris, camisa blanca y corbatita delgada de tonos siempre oscuros. Le gustaba bromearse con el personal, lo que proyectaba la apariencia de un hombre cercano y accesible, pero sabía poner su distancia cuando la gente quería avanzar más de lo que él creía conveniente. Se dice que había transitado por muchos puestos y que en cada uno de ellos había ido aprendiendo el obsceno arte del disimulo, el engaño y el chantaje como estrategia de aprovechamiento personal. Aunque me bastó pocas semanas para darme cuenta que era sobre todo un adulador profesional y sabía cómo meterse en el bolsillo a sus superiores, así como a todo aquel a quien pudiera sacarle alguna ventaja. 

A las pocas semanas de haber ingresado, cambiaron al director general de la oficina. Walter Dianderas, el flamante director, tenía fama de ser un hombre íntegro y llegaba justamente con la misión de reorganizar y limpiar la casa. Esa mañana, durante su presentación formal, muchos nos ilusionamos con la posibilidad de un cambio, aunque teníamos algunas dudas. Es que estábamos rodeados de mucho indeseable. A mí me gustaba mi trabajo, pero el ambiente era insoportable. Como era de esperarse, todo el personal lució su mejor sonrisa esa mañana, hasta la coordinadora se atrevió a mostrar por primera vez sus desgastados dientes, como gesto de bienvenida. 

Pedraza no demoró en envolverlo. Lo llenó de halagos y de atenciones, se mostró tan servicial que solo le faltaba lustrarle los zapatos. Le propuso luego despedir a 12 personas que no eran precisamente sus incondicionales, apelando a una seria de calumnias. Pero Dianderas tenía claro su objetivo y estaba bastante bien informado. Fue así que, pese a su ganada fama de durable y resistente, Pedraza conoció al fin su Waterloo. Sólo quince días después, él y los demás subjefes, incluida nuestra inefable cancerbera, fueron los primeros a quienes se les canceló el contrato. 

La salida de Pedraza fue intempestiva. Debió haber sacado sus cosas el fin de semana porque nadie lo vio irse. Un lunes, su escritorio apareció vacío, dejando como recuerdo una papelera rota sobre una alfombra mugrienta, en un desolado espacio de 4 metros cuadrados. Animados por la ausencia definitiva de este taimado personaje, varios empleados se acercaron al nuevo director para testimoniar las coimas y cupos con los que se había beneficiado por años. Me contaron que fueron numerosas las acusaciones formales que se hicieron en su contra durante los meses siguientes, pero no sé en qué terminaron y no se volvió a tener noticias de él. 

Lo cierto es que la era post-Pedraza fue muy auspiciosa, el ambiente laboral mejoró notablemente y Dianderas nos contagió de optimismo. Hasta las paredes plomizas y apagadas fueron repintadas de amarillo, se renovó el tapizón y empezaron a sembrarse macetas por todos los rincones, llenando de verde el espacio. Ahora todos trabajaban con voluntad. Bueno, casi todos, pues varios amigos de Pedraza continuaban allí, prodigiosamente mimetizados, como Elvira y Alonso. 

Muchos procedimientos se abreviaron, eliminando revisiones y más revisiones innecesarias que sólo servían para demorar los trámites y dar pie a cobros bajo la mesa so pretexto de apurarlos. Por supuesto, esto incomodó a más de uno, pues los privó de una fuente de ingresos que les permitía a veces hasta duplicar su salario, dependiendo de la importancia del trámite y la solvencia del «cliente». Pero igual sonreían, pues ahora todos lucían buenos delante del director. 

El primer año de la llegada de Dianderas, todo fue auspicioso. Hasta que un día, almorzando con mi amiga Vilma y otros dos compañeros jóvenes de la oficina, nos sorprendió una noticia. A mitad del sobrio menú que estábamos disfrutando en el pequeño y concurrido restaurante situado a dos cuadras de la oficina, uno de los comensales comentó distraídamente ¿Sabían que Pedraza está otra vez de jefe en una sucursal de la oficina, en San Juan de Miraflores? El anuncio nos dejó helados. ¿Cómo es posible, no lo iban a sancionar?, preguntó Vilma con extrañeza. Recuerden que hubo cambios en la oficina principal hace menos de dos meses, explicó el portador de la novedad. Uno de los directores que ha entrado es un antiguo amigo de Pedraza. Se dice que él le ha «limpiado» el expediente y lo ha colocado de nuevo. 

Todos quedamos paralizados por la sorpresa. ¿Qué significaba el retorno al «servicio activo» de un miserable al que todos nosotros habíamos denunciado? ¿Qué significaba que ahora tenga padrino en la escala mayor de la jerarquía? Lo que yo sé, dije entonces, dejando el tenedor sobre la mesa, es que el cambio de autoridades no ha sido para interrumpir sino para profundizar la reorganización. Lo que tú no sabes, me replicó el bien informado muchacho, es que en pocas semanas y en nombre de esa reorganización, empezarían a cambiar a los directores generales de todas las oficinas, incluido el nuestro. Ese es el rumor que he escuchado. 

Vilma y yo nos miramos pasmados. Dianderas estaba haciendo una gestión impecable y valiente, los resultados estaban a la vista. ¿Qué razón habría para cambiarlo? ¿Quién vendría en su lugar y con qué nuevo propósito? Todo esto era raro y confuso. Hay que regresar ya a la oficina, dije, haciendo el ademán de pararme. Pero no hemos terminado, protestaron. Para mí fue suficiente, respondí con fastidio. Dejé un billete sobre la mesa y les dije, me disculpan, voy adelantando. 

Apuré el paso hasta la oficina y busqué a Dianderas. Por fortuna lo encontré, estaba almorzando solo en su oficina mientras escuchaba en su IPod a Joe Cocker cantando Unchain my heart. Perdón por interrumpir don Walter, le dije, pero, ¿es verdad todo lo que se viene diciendo? Le conté lo que sabía y él me lo confirmó aunque, llevándose el índice derecho hacia los labios, me pidió discreción para no crear alarma entre el personal. Se limpió la boca con una servilleta de tela blanca, con la parsimonia que caracterizaba todos sus movimientos, tomó un sorbo de limonada helada y agregó con mucho aplomo: en ciertos círculos se está sembrando dudas sobre las verdaderas intenciones de los cambios que venimos haciendo aquí. Se habla incluso de supuestos favoritismos o argollas en la renovación del personal. Pero no te preocupes, yo estoy conversando de estos temas bien arriba. Nosotros estamos haciendo lo correcto, no tenemos nada que temer. Vaya tranquilo. 

Eso fue lo que hice. Suspiré profundo, le hice una venia cordial a modo de despedida y decidí irme en paz a mi escritorio. Después de todo, Joe Cocker podría tener razón y debía decirle a esta monstruosa angustia: Unchain my heart/ Let me go my way.

Las semanas siguientes fue un hervidero de rumores en la oficina, pero las cosas continuaron igual. El director seguía en su puesto tomando decisiones y nosotros en nuestras tareas con absoluta normalidad y el mismo fervor. Al segundo mes de este incidente, Vilma me dijo, ¿viste que no ocurrió nada? Todo no ha pasado de chismes y especulaciones, hay gente mala que confunde sus deseos con realidades. Nuestro director es respetado y estimado por todo el mundo, nadie se va a atrever a tocarlo. Sí Vilma, él está firme y por fortuna tiene buenos amigos arriba, le respondí yo con cierto cansancio pero con convicción genuina, mientras guardaba mis cosas en el maletín. Era viernes y el día estaba menguando. Había que apurarse en salir para no enredarse en el tráfico de las seis de la tarde. 

Ese fin de semana dormí tranquilo. Tenía que confiar. El pesimismo es una enfermedad del espíritu y yo necesitaba sentirme sano para poder ser productivo. No me iba a abandonar a la angustia. Teníamos muchas cosas buenas por hacer y ningún sentimiento negativo nos iba a restar las ganas. Varias ideas vinieron a mi mente entre el sábado y el domingo, sabía que al director le gustarían pues ayudarían a mejorar algunas de sus iniciativas más importantes. Las había puesto por escrito y hasta había hecho algunos gráficos para hacer más claro lo que quería proponerle. El lunes lo buscaría a primera hora. 

Ese lunes el carro se me plantó en plena ruta por un  problema de batería. Tuve que empujarlo seis cuadras hasta un grifo, en medio del tráfico infernal de Javier Prado a esa hora de la mañana. Tuve que esperar, además, pacientemente, a que me resuelvan el lío. Llegué por eso con cierto retraso a la oficina, ansioso y sudoroso, rogando encontrar desocupado al director. Cuando subí al piso, sin embargo, me sorprendió encontrar a todo el personal reunido en la terraza. Dianderas los había convocado para presentarnos a su reemplazante, un tal Araujo. Parado a su derecha, sonriente y enfundado en un pulcrísimo terno azul, estaba Pedraza. 


Autor: Luis Guerrero Ortiz
Fecha: Lima, 06 de abril de 2014
Fotografía © Eduardo Arturo Mujica/ www.flickr.com

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Fotografía (c) John Earley/ flickr.com