11.2.12

El forastero


Hasta su forma de hablar nos parecía repulsiva. Siempre tan educadito, cada palabra tan bien pronunciada, cada término raro que empleaba, cada delicado ademán con el que enfatizaba las cosas que él creía importantes y que a nosotros nos irritaba que supiera. Podía contarte, por ejemplo, que el poder del cerebro le debe mucho al aporte de grasa y proteínas de los insectos y babosas que consumían nuestros antepasados remotos o que Proust practicaba el sadomasoquismo como una forma de documentar sus creaciones literarias. ¿A qué venía ese alarde de erudición? 

Por supuesto, tampoco dejábamos de comentar sus jeans Levi’s y sus casacas Diesel, sus polos Lacoste o sus zapatos náuticos Triton Sport. Hasta su pelo era medio castaño. Todo en él era tan distinguido en contraste con nuestra forma perezosa de hablar o simple y barata de vestir, que nunca dejamos de preguntarnos qué hacía Abel en una universidad nacional, codeándose con sencillos morochos de clase media o popular salidos de colegios públicos. 

Nunca nos metimos con él. Lo rajábamos sí, pero no lo molestábamos. A pesar que a veces era inevitable su presencia y no podíamos evitar hablarle, no lo invitábamos a nuestras fiestas, no lo buscábamos para almorzar ni caminábamos con él para tomar el ómnibus. No era parte de nuestro círculo. Tampoco era un solitario, había algunos pocos que le conversaban, sobre todo chicas bobas, encandiladas con su estilo. Los profesores lo apreciaban también, era estudiosito y siempre sabía todo, una razón más para aborrecerlo. Confieso que alguna vez tuvimos que comernos el orgullo y enviar a algún emisario a pedirle, como cosa suya naturalmente, que le explique algunos temas antes del examen. Él nunca se negaba. No es que fuera un creído, comía lo mismo que todos en el comedor universitario y se trepaba a los micros como cualquiera, pero era tan distinto a nosotros que nos causaba rechazo. Hasta vivía en Miraflores.

Fue desconcertante y doloroso por eso, estando ya en el último año de la carrera, verlo de novio de mi mejor amiga. La primera vez que lo encontré en casa de Lucy me quería morir. No entendía qué hacía allí. Como siempre, muy bien vestido, con su polo Cat color negro, su jean verde Levi Strauss y sus zapatillas Le Coq Sportif Sue, también verde, emanaba un ligero aroma a Jazmín que alguna vez percibí en una muestra de Acqua di Gio en Ripley. Me saludó muy cordialmente, yo le devolví la sonrisa con esfuerzo y no pude dejar de preguntarle: ¡qué sorpresa! ¿Qué te trae por aquí? Entonces Lucy se le aproximó y lo tomó de la mano. Estamos saliendo desde hace una semana, me dijo, abriéndome sus enormes ojos como dos cerezas en aguardiente. 

Al principio me atreví a reprocharle a Lucy esta decisión. El repudio a blanquitos como Abel nos mantenía unidos y ella era una de las líderes del grupo ¿Cómo no considerar esto una traición? ¡Era una cuestión de principios! Pero todo en el amor es vaguedad y absurdo, escribió el poeta, y aunque en verdad este era bastante irracional, Lucy estaba realmente enamorada. 

De cualquier forma, yo no estaba dispuesta a renunciar a Lucy, tarde o temprano tendría que abrir los ojos y darse cuenta de que esa relación era imposible. Y yo estaría allí, lista para recuperar a mi amiga. Eso me obligó a hacer de tripas corazón y no alejarme, mostrándome más bien como amiga de la parejita. Así ocurrió. De tanto en tanto salíamos los tres, nos íbamos al cine o de paseo o era invitada a su casa a comer o ver películas. Lo tomé también como una oportunidad para estudiar a fondo a ese individuo. En el grupo de amigos sabían que si yo estaba haciendo esto era sólo para cumplir una misión. 

No obstante, tres meses después ocurrió algo insólito. Abel empezó a caerme simpático. Ese tiempo fue suficiente para descubrir que detrás del pituco que odiábamos había un muchacho como nosotros, de clase media, cuyo padre era comerciante mayorista de ropa en Gamarra y, por tal motivo, tenía acceso fácil a toda clase de prendas que imitaban a las de marca casi a la perfección. Siendo hijo único, su familia había hecho esfuerzos por hacerle estudiar la secundaria en Barranco, en un colegio privado de muy buena reputación, pero él mismo eligió no ir a una universidad privada para no obligar a sus padres a mayores sacrificios. Así fue como llegó aquí. Además de culto y agudo, Abel era gentil, no había en él ningún aire de superioridad y yo estaba sorprendida del Abel que habíamos fabricado y repudiado a lo largo de casi cinco años. No era este, sin duda alguna.

Ese viernes por la noche Abel me llamó inesperadamente. Su voz sonaba agitada, como si acabara de subir diez pisos por la escalera y consumido todo su tanque de oxígeno. Sandra, me dijo, Lucy acaba de terminar conmigo. ¿Qué ha pasado? le pregunté con preocupación, no te siento bien. Es largo de explicar. Ahora su voz se apagaba. ¿Quieres que vaya donde tú estás? Se sorprendió con mi espontáneo ofrecimiento ¿Puedes hacer eso?, estoy en Jesús María, en la plaza San José. Eran más de las once. 

Demoré veinte minutos en llegar y lo encontré sentado en una banca frente a la iglesia. Vestía un polo blanco y un elegante bléiser de color negro, además de un jean, medias y mocasines del mismo color, cuya marca no podía distinguirse bien en la penumbra. Tenía los ojos hinchados como dos ranas, el pelo desordenado y una expresión sombría, no menos que ese rincón vacío de la plaza a la medianoche. Nunca lo había visto así. 

Abel me contó que Lucy se sentía confundida, que no estaba segura de querer continuar con él, que todo había sido muy lindo hasta este momento, pero que quería sentirse libre ahora que estaban próximos a iniciar su vida profesional. Que él le había preguntado si había otro chico de por medio y que ella le había jurado que no. No le creía. El pobre estaba desolado y yo paralizada, sin saber qué hacer. La situación me hubiera parecido imposible de imaginar hace apenas tres meses, precisamente yo sentada a solas en esta banca con este muchacho que me había empeñado en despreciar con frenesí por años, ahora dispuesta a servirle de apoyo en un momento de crisis emocional provocada nada menos que por mi mejor amiga. 

Vámonos de aquí, le dije. Hace frío y no me gusta conversar de estas cosas en la calle. Vamos al Bolivarcito. Necesito un buen Pisco Sour para pensar mejor. 

Abel lo dudó un poco, parece que no estaba acostumbrado a trasnochar ni a la vida bohemia como yo, pero al mismo tiempo necesitaba hablar. Hasta me llevó en un taxi, algo que yo jamás hacía ni al cabo de mis peores juergas. Durante todo el trayecto el chico estuvo mudo. Era yo quien le hablaba y le hablaba sobre Lucy, esforzándome por disculparla, prometiéndole que hablaría con ella, que esto de seguro se iba a superar. Pero Abel permanecía tieso, con la mirada clavada en la ventanilla del auto, absorto en las luces intermitentes del camino.

Llegamos al lugar cerca de la una de la madrugada. Nos pedimos un chicharrón de pollo y dos pisco sours catedral. Ahora cuéntame Abel qué ha pasado realmente entre ustedes. ¿Has hecho algo que la ha decepcionado? La conversación se prolongó hasta las 2.30 de la mañana, en que cerró el bar. Nunca había intimado tanto con nadie como con ese muchacho, nunca compartí con amigo o enamorado alguno tantas confesiones personales. Tanta sinceridad terminó por hacerme llorar. Tenía tres pisco sours catedral en el cuerpo, Abel sólo uno, pero parecía más alcoholizado que yo. Quizás mi llanto estaba también motivado por la culpa, pues no podía entender cómo habíamos podido abominar a una persona tan noble, atribuyéndole defectos que estuvieron sólo en nuestras fantasías. También por la rabia que me daba la estupidez de Lucy, que se estaba dando el lujo de dejar pasar a un chico que no le iba a ser fácil reemplazar por nadie parecido. 

A la hora en que salimos, la Plaza San Martín lucía fría y solitaria, aunque todavía deambulaban por sus esquinas algunos zombis como nosotros. Abel estaba algo inquieto, yo estaba más acostumbrada a estos escenarios matinales. Tuvimos la suerte de encontrar pronto un taxi y una vez dentro nos sentimos más aliviados.  Debía dejarme a mí en Pueblo Libre y a él en Miraflores. Me recosté entonces sobre la ventana, pues mi cabeza no paraba de girar. Él hizo lo mismo y quizás cerró los ojos también, pues no notó que el taxista en vez de subir por el Jr. De la Unión había bajado por Ocoña para estacionarse en una esquina solitaria y nauseabunda. 

¡Bajen del carro!, nos dijo con una pistola en la mano, llenándonos de insultos. Yo me preparaba para lo peor, eran cerca de las tres de la mañana, no había nadie a quien pedir ayuda y los dos estábamos borrachos. Bajamos de inmediato y me abracé fuerte de Abel, pero él me rechazó. No me abraces, me gritó enojado ¡Todo esto es tu culpa!, ¡ahora haz lo que te dicen y no me vengas con llantos! No podía creer lo que escuchaba. No conforme con eso, me empujó y me metió al auto a la fuerza, mientras le decía al maleante, ¡llévesela si quiere, pero a mi déjeme ir! Yo lo insulté, le dije que era un cobarde y grité de desesperación. El ladrón parecía divertirse con la escena. 

En ese instante, Abel hace un movimiento inesperado, sujeta del brazo al relajado asaltante, lo derriba y lo desarma. En el forcejeo la pistola se disparó dos veces, una bala atravesó el brazo izquierdo del ladrón, quien huyó despavorido. Por suerte no tenía cómplices. ¡Vámonos Sandra!, me dijo nervioso. Salí del auto, al que Abel me obligó a entrar en verdad para protegerme, y corrimos por esas calles oscuras hasta salir a la Av. Tacna. Allí tomamos otro taxi directo a mi casa. No nos volverá a pasar, me susurró, me quedé con la pistola. 

Durante el trayecto nos abrazamos fuerte, yo seguía sollozando, tan concentrada en mi miedo que no noté que Abel sangraba. La otra bala le había caído a él, la tenía alojada algo más arriba de la cadera izquierda y no me había dicho nada para no ponerme más nerviosa. El color negro de su bléiser disimulaba bien la herida. Naturalmente, pedí al taxista que cambie de rumbo y nos dirigimos al Hospital Santa Rosa, que era el más próximo en ese momento. Por fortuna la bala no había comprometido el pulmón ni ningún órgano vital. 

Respiré hondo y me hice cargo de él. Llamé a sus familiares, hice la engorrosa e inútil denuncia policial y hasta lo acompañé en su postoperatorio durante varias semanas, poniéndolo al día en las clases que se estaba perdiendo. Me enternecía y a la vez me divertía verlo inerme sobre esa cama rústica, embutido en una inelegante bata blanca, oliendo a alcohol isopropílico y no a jazmín ni a madera, lavanda o frutos del bosque. Era de carne y hueso. 

Lucy nunca se enteró del incidente sino hasta dos meses después, pues él no quiso contarle nada y me hizo jurar que yo tampoco lo haría. No quería su lástima. Pero alguien se lo contó finalmente y para entonces Abel ya estaba muy restablecido. Sus sentimientos hacia ella se habían enfriado bastante y no le aceptó regresar pese a los ruegos de Lucy. En verdad, mi amistad con ella también se echó a perder. Nunca entendió que aquella noche lo único que estuve tratando de hacer era salvar su relación con Abel y nada más. La persona detrás de la apariencia que aquellos hechos me habían revelado, era el chico que ella siempre había estado buscando. 

Han pasado doce años ya, pero ese episodio fue decisivo para mí, me enseñó muchas cosas. En lo personal, me siento muy satisfecha de lo que he hecho con mi vida desde entonces. Tengo un hogar tranquilo, un hermoso dogo alemán y una profesión que me ha permitido viajar mucho dentro del país. Mi marido es un hombre bueno y me siento muy acompañada en mis proyectos. Claro que algunas de sus costumbres se me han pegado un poco y ahora mis viejos amigos se sorprenden de verme vestida con camisas Tommy Hilfiger, jeans Strech Pionner y botines western style de Call It Spring. Por cierto, a nadie tiene que importarle si las prendas son o no originales, sino lo espléndidas que lucen en mí.


Autor: Luis Guerrero Ortiz
Fecha: Lima,  de  de 2014
Fotografía © Forecast Official/ www.flickr.com

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Fotografía (c) John Earley/ flickr.com