21.3.06

Veintiún años


(c) IGE 2005

Isabel cumple 21 años. Nueve de ellos los pasamos juntos. Sus primeras señales de vida en el vientre de su madre, la expectativa de su nacimiento, su primer gemido detrás de esa vitrina, la primera sensación de su calor sobre mis brazos, la ilusión de su llegada a casa, mi primer insomnio, la genuina felicidad de sus hermanos mayores al conocerla y esa sensación tan explicable de esta si la hago bien que me invadió desde el primer aviso de su posible arribo a mi vida, son recuerdos esenciales que hablan algo de mí mismo y que han quedado registrados bajo mi piel.

Cuando cumplí 20 años nunca imaginé que tendría hijos con los que no iba a convivir hasta el siguiente ciclo de su vida. Cuando cumplí 29, tampoco sospeché que el nacimiento de Isabel no clausuraría esa maldición. Pero logré escribir al menos, con esfuerzo y con mucha ilusión, aunque también con torpeza y necedad, algunas páginas limpias de la historia que ella misma podría relatar ahora para explicarse a sí misma.

No es momento de hacer balances, estas líneas pretenden ser, humildemente, una pequeña conmemoración personal, absolutamente egoísta. Por eso quiero declarar que, más allá de mis errores, de mi impaciencia, de mi ignorancia o de mis tontas obstinaciones, han sido 21 años en los que nunca dejé de estar presente en su vida, dándole en todos los instantes y créanme que contra viento y marea, el testimonio de mi compromiso, respeto y disponibilidad.

He llegado a esta edad de mi vida con el mismo patrimonio con el que nací, es decir, con nada. No tengo casa ni auto ni acciones ni cuenta corriente ni ahorros ni mayores propiedades que mis libros, mis discos y mi ropa. Lo que sí tengo es el orgullo de haber sido para Isabel y para sus hermanos, presencia constante, pañales limpios cuando fue preciso, biberón de medianoche, cuentos para dormir, medicina cada cuatro horas o pomadita en la rodilla, baño con champús que no hagan llorar, acertijos bobos, tabla de multiplicar, canciones a toda hora, cómo no, máquina incansable de producir dinero, auto postergaciones inevitables, mascotas por doquier y dolor sincero por cada estupidez que cometí en su nombre cada vez que me detenía a pensar lo que estaba (o no estaba) haciendo.

Lamento tanto no haber sabido hacer más. Pero, veintiún años después, creo que Isabel lo entiende. El dulce amor que me regala cada vez que me encuentra es, por eso, no sólo una prueba de la generosidad de su memoria sino, además, mi mejor herencia.

© LGO 2005

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Todos mis cuentos

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