11.2.12

No pestañear


El jueves asomaba como un día fatal. Tal era la fecha límite para la entrega del proyecto del que dependía la aprobación de ese curso y no estaba listo. Ese mismo día se graduaba su hijo de publicista. Ese día también debía viajar a Trujillo a dar una conferencia sobre el papel de la narrativa en la enseñanza escolar, un compromiso adquirido hacía tres meses con la universidad nacional. El dead line para el curso de tesis había sido fijado por el profesor hacía seis semanas luego de una dura negociación con el alumnado y era inaplazable. La fecha de la graduación había sido programada por la Universidad hacía un mes. La coincidencia era fortuita y desafortunada.

Para colmo, los últimos meses habían sido particularmente malos para su salud. Desde hacía seis semanas, los mareos se habían hecho más recurrentes y su origen era inexplicable. No ayudaba mucho el estrés de fin de año en la oficina. El apuro por cerrar el periodo sin ningún pendiente grave multiplicaba las reuniones, los informes, las planificaciones, las rendiciones de cuentas, las proyecciones de gasto, cada actividad implicaba a otras personas no siempre movidas por el mismo apremio o sentido de responsabilidad. Cada aproximación a los respectivos plazos suponía constantes llamadas, e-mails, visitas inopinadas de supervisión y toda clase de presiones directas e indirectas. Había sobradas razones para el vértigo. 

Ese jueves se dirigió al aeropuerto a las 3.30 am. Su vuelo partía a las cinco, su conferencia era la primera del día y empezaba a las ocho y media. No había podido dormir nada, ajustando hasta el último minuto los detalles de su exposición. Llevaba además a cuestas la angustia de los dos compromisos que estaba dejando de cumplir por este viaje. La ceremonia de graduación era a las 8.00 pm y su vuelo de retorno aterrizaba en Lima a las siete y media. Desde el Jorge Chávez hasta el campus de Monterrico, contando el tiempo del desabordaje, había no menos de noventa minutos. 

Aunque había advertido a la familia que no llegaría, ir a pesar de todo era una opción que su conciencia no le había permitido descartar, así llegase a destiempo. Su hijo entendía la encrucijada y se había mostrado muy comprensivo con su padre. No obstante, era su único hijo y lo había acompañado con ilusión a lo largo de toda su carrera, ¿cómo no iba a estar presente en la coronación de cinco años de perseverantes empeños?

Pero la ceremonia concluía a las diez, lo que significaba estar de retorno a casa a las once. Una hora antes de la medianoche no iba a poder cerrar su proyecto de tesis. De las 6 observaciones que le hizo su asesor sólo había podido resolver tres y las restantes le exigían reescribir y reordenar varias partes, es decir, invertir no menos de cinco a seis horas de trabajo. No llegaba al plazo. Desaprobar el seminario de tesis era prolongar un año más su ciclo académico, lo que implicaba en sus circunstancias postergar dos años la conclusión de la maestría. Esa frustración, después de todo lo que había sacrificado para cumplir con sus exigencias los últimos dos años, lo ponía al borde de la depresión. 

Vivir al límite había sido una característica de su trayectoria desde que entró a la universidad. Para un hombre apasionado como él, la angustia y la ansiedad eran viejas compañeras de camino. Federico García Lorca dijo una vez que el 2 no es un número, pues sólo representa a la angustia y su sombra. Linda manera de ilustrar el drama que pueden significar los dilemas en la vida de las personas. Más aún cuando la angustia, como decía Heidegger, puede ser experimentada muchas veces como una puerta hacia la nada. En ese umbral se había movido siempre. 

Esa madrugada se dirigió al aeropuerto con puntualidad, cumplió con los registros de rigor y se sentó a esperar en sala 10 la llamada a abordar. Los 20 minutos siguientes, con los ojos semiabiertos, a punto de ser vencido por el sueño, repasaba inconscientemente las diapositivas de su presentación. “Soñamos narrando, ensoñamos narrando, esperamos, nos desesperamos, creemos, dudamos, aprendemos, odiamos y vivimos por medio de narrativas”, esa era una de las citas favoritas de Bárbara Hardy, escritora inglesa, con la que iniciaría su conferencia. Él era un convencido de que la vida misma era un gran relato (o una colección de ellos) y que nadie podía escapar de alguno. Somos los personajes principales de las historias que construimos a diario para dar cuenta de nuestras propias experiencias o deseos, solía decir, sin evitar que los adustos militantes de la verdad absoluta, que están por todos lados, lo miraran con horror o extrañeza.  

Pasajeros del vuelo 1202 con asiento de la fila 1 a la 15 por favor colocarse a la derecha, se escuchó decir por el altavoz de la sala. Él se sobresaltó, se frotó los ojos, tomo aire invocando fuerzas al cielo y se puso de pie. En ese instante el mundo empezó a girar. Los rostros empezaron a difuminarse, las luces de la sala se volvieron más tenues, el tiempo se volvió más lento. Entonces caminó despacio y con esfuerzo hasta ubicarse detrás de unas 20 personas que hacían una serpenteante fila delante de la puerta 10. Eran las 4.40 am y el cielo de Lima que se traslucía por los ventanales lucía aun muy oscuro. La amalgama de sombras que esperaban delante suyo el inicio del embarque no avanzaba y la situación empezó a desesperarlo. Su cuerpo no resistía estar de pie un minuto más. 

Quería embarcar de una vez, llegar al hotel a bañarse, desayunar, imprimir su ponencia y coordinar con los organizadores el traslado al lugar del congreso. Luego tenía entrevistas pactadas en la radio y con un diario local. Después, un almuerzo protocolar con el rector de la universidad anfitriona y en la tarde, escuchar las conferencias de cierre y participar de la ceremonia de clausura. Luego, correr al aeropuerto y actualizar su angustia por la graduación de su hijo y el trabajo académico pendiente. Quizás en el vuelo de retorno podría avanzar en algo con las observaciones de su asesor. 

Entonces cerró los ojos por un instante. Era una forma algo engañosa y fugaz pero efectiva de descansar la mente, aunque sea por unos segundos. Qué sensación de paz. Avance señor, le dijeron desde atrás. La fila empezaba a moverse. Tomo su maleta y empezó a caminar, al fin, hacia la puerta. El grupo se dirigió al avión a paso ligero y en pocos minutos ya todos estaban ubicados en sus respectivos lugares. A él en particular le costó mucho llegar hasta el asiento 14-c, caminando despacio y en zigzag a causa de sus mareos. Pero durmió durante el vuelo como no recordaba haberlo hecho nunca. 

El avión aterrizó en la ciudad de Trujillo a las 6.20 am. El breve sueño durante el vuelo había resultado increíblemente reparador. Llegó al hotel, se bañó y desayunó con tranquilidad, acudió puntualísimo a la sede del congreso, ofreció una conferencia muy inspirada y se ganó los aplausos de los más de 600 participantes. Cumplió con admirable estoicismo con la agenda del día, incluyendo la tediosa ceremonia de clausura, antes de correr al aeropuerto. De regreso a Lima, un taxi lo llevó raudamente hasta Monterrico y, sorprendentemente, llegó a tiempo para presenciar la graduación de su hijo. Concluida la ceremonia, el chico se fue a celebrar con sus compañeros y él voló a su casa a corregir su proyecto de tesis. Más lúcido que nunca y con inusitada energía, fue completando las enmiendas al trabajo siguiendo las pautas de su asesor. Una vez concluido, lo puso en el correo y al minuto recibió la respuesta del profesor confirmando la recepción. Todo estaba en orden. Qué sensación de paz. 

Fue entonces que abrió los ojos. La dureza y el frío de las losetas se sentían nítidos en su espalda. El techo de la sala 10, tan gris y tan lejano, aparecía ahora ante sus ojos. El rostro desconcertado de los pasajeros que lo rodeaban y observaban con preocupación podía distinguirse con claridad. Sus preguntas podían escucharse con nitidez: ¿Se siente bien señor?, ¿puede hablar?, ¿puede levantarse?, ¿es usted diabético?, ¿sufre del corazón?


Autor: Luis Guerrero Ortiz
Fecha: Lima, 31 de diciembre de 2013
Fotografía © rafallano/ www.flickr.com

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Fotografía (c) John Earley/ flickr.com