11.2.12

Nunca dudes que te amé


- ¡Te dije que le calentaras la comida a Esteban!
- Pero eso he hecho
- Esta no es su comida ¡Yo le había preparado algo especial!
- ¿Y cómo puedo yo saberlo? 
- ¡Tú nunca sabes nada! ¡No puedes colaboras en algo tan simple!
- Yo lo llevo al nido, lo hago dormir cada noche, lo baño todos los días…
- ¡Oh, cuánto sacrificio! ¡Pobrecito! ¡Ahora eres la víctima y yo la malvada!

Agustín la miró con rabia, se dio la media vuelta y se encerró en el baño. Durante un largo minuto lloró de impotencia frente al espejo, preguntándose una y otra vez qué correspondía hacer en situaciones como ésta, cada vez más recurrentes desde hacía dos años. Tenía ganas de responderle e insultarla y desahogar la furia que le causaba su habitual tosquedad, pero su censura interna era más fuerte. Esta escena, lamentablemente, era tan frecuente como desacostumbrada para él. En su familia de origen no se apelaba al sarcasmo en las conversaciones cotidianas ni se buscaba ridiculizar a nadie cuando cometía un error. Mabel no se mostró así al principio de la relación, pero empezó a cambiar notablemente desde el nacimiento de Esteban. 

De pronto, la puerta del baño empezó a estremecerse con los repetidos y violentos golpes de su esposa ¡Abre esa puerta imbécil! ¡A mí nadie me deja con la palabra en la boca! No le sorprendía. Lo había hecho otras veces cuando, como ahora, había preferido marcharse y eludir la riña antes de estallar. De todos modos, el miedo se le iba metiendo en la sangre. Un miedo profundo, que ya había experimentado antes, miedo a reaccionar mal contra ella o contra sí mismo ¡Abre carajo, cobarde! Agustín se dejó deslizar al suelo y se cubrió la cabeza con una toalla apretando con fuerza sus párpados, confiado en que la tormenta tendría que amainar tarde o temprano. Las ofensas destempladas de Mabel no cesaban, pero él había aprendido con el tiempo a convertirlas en ruido, a cuyos compases se terminó quedando dormido. 

El frío amanecer de ese sábado lo sorprendió sobre las losetas del baño. Se levantó adolorido y aún tambaleante, aprovechó de meterse a la ducha y se esforzó bajo el agua fría por reaccionar e infundirse esperanza. La noche tenía que haber aplacado la furia del adversario. Cuando salió, Mabel no había abierto los ojos aún y Esteban dormía a su lado. Las sábanas olían a orines. El niño lo había vuelto a hacer. Lo levantó con cuidado para no despertarlo, lo llevó a su cuarto, le cambió el piyama mojado, limpiándolo antes con una toallita húmeda, y lo dejó en su propia cama. 

Para entonces, Mabel ya se había levantado y estaba cambiando las sábanas. Él se acercó con ánimo conciliador y le dijo que ya había cambiado a Esteban y que lo bañaría cuando despierte. Ella siguió en sus afanes sin decir palabra. Prepararé el desayuno, dijo él. Está bien, respondió Mabel en voz baja sin voltear la cara. Nadie mencionó la escena violenta de la noche anterior, como era la regla de la casa. El café de esa mañana transcurrió con normalidad y Mabel tuvo incluso gestos de cortesía hacia él que tampoco le sorprendieron, pues ella solía mostrarse servicial y cariñosa después de cada tempestad, como si esta jamás hubiese ocurrido.

El domingo en la tarde, estando el niño en casa de sus primos, seguía luciendo como un día en perfecta paz. Él leía una novela de Murakami sentado al pie de la ventana. Ella hacía cuentas en un cuaderno cuadriculado. Fue entonces que Mabel rompe el silencio preguntándole a Agustín si tenía el dinero para pagar los dos meses que debían del nido de Esteban. Te lo di la semana pasada, le recordó él sin apartar sus ojos del libro. No me has dado nada, replicó ella. Él levantó la vista: sí lo hice, lo puse en tus manos el lunes pasado, delante de tu mamá. Ah, pero esa plata no era para el nido, con eso le compré ropa a tu hijo. No era para comprar ropa Mabel, yo ya no tengo esa cantidad disponible. La furibunda respuesta no se hizo esperar: ¡Y acaso quieres que tu hijo se vista como un pordiosero! ¡Acaso le compras ropa tú! ¡Dime! ¿O qué crees, que yo me he gastado esa plata en mí? 

Agustín respiró profundamente antes de responder. Tendré que ir a hablar con la directora para que nos esperen un poco más, veré de pedir un adelanto en la oficina. Pero fue inútil, el incendio estaba por reiniciarse. ¿Con qué cara crees que me voy a presentar a recogerlo del nido debiendo tres meses? ¿Quieres hacerle pasar vergüenzas a él también? El rostro de Mabel estaba nuevamente tenso, sus manos contraídas y una lágrima brotaba de sus ojos enrojecidos de rabia ¿De dónde saco más plata?, respondió él, tú has dispuesto para otra cosa el dinero que junté con mucho esfuerzo. ¡Lo he gastado en tu hijo, mierda! ¿No te entra eso en la cabeza?

Era inútil. Un Agustín colorado y con el estómago revuelto por la irritación y la pena, tomó las llaves del auto y se dirigió a la puerta para salir de la casa cuanto antes. Pero Mabel lo siguió hasta la calle, reclamándole a gritos por el dinero. Tampoco era la primera vez que le hacía escenas en público, pero esta vez Mabel lo cogió por el saco, empezó a jalarlo hacia atrás y a darle manotazos en la cabeza. Cuando Agustín hizo un movimiento enérgico para zafarse, Mabel empezó a gritar: ¡Me quieres pegar, maricón! ¡Me quieres pegar! ¡Con una mujer eres muy macho! ¡Yo te voy a denunciar imbécil! Él subió al auto y arrancó a toda prisa sin voltear la cara. 

Mabel vio alejarse el auto con desesperación y estalló en llanto. Ella temía tanto que se marchara. No era algo que en verdad deseara pero, al mismo tiempo, no le resultaba fácil tolerar que la gente no siguiera sus reglas, en particular aquellas que ella había imaginado como las más obvias para cada circunstancia de la vida cotidiana. No podía haber dos formas de hacer las cosas como es debido. La correcta, naturalmente, era la suya.

Mabel, una mujer joven e instruida que sabía ser divertida cuando se lo proponía, no había aprendido en su familia el código de la paciencia, la flexibilidad ni la diplomacia y estaba muy convencida de que la sinceridad era un valor que consistía en vomitar sus emociones sobre la cara de las personas cada vez que le vinieran las ganas. Ella quería a Agustín, pero vivía permanentemente resentida con él pues nunca sus actos, grandes o pequeños, terminaban de calzar con sus extensas y minuciosas expectativas. Desde la forma de cortar el tomate, de freír los huevos, de guardar la ropa, de darle de comer y de bañar a Esteban o de anticiparse a las necesidades domésticas. 

Esa fue la última pelea que tuvieron como pareja. Agustín no regresó a la casa hasta el jueves por la mañana, aunque sólo para sacar sus cosas y marcharse para siempre. No fue una decisión fácil, pero no sabía cuánto tiempo más habría de transcurrir antes de que la bronca se desbocase y le llevara a reaccionar con igual o peor violencia. 

Las visitas a Esteban, sin embargo, fueron después otra fuente de tensión. Cada domingo los reclamos se originaban por la hora tardía del retorno, por lo agotado que regresaba el bebe, por lo desaliñado que lo devolvía, por no haber dedicado un tiempo a hacer las tareas del nido, por la clase de alimentos que le había dado, por el excesivo engreimiento del que era objeto, por permitirle cosas que contradecían las reglas que ella había establecido en casa o por el simple hecho de haber pasado un día relajado y feliz mientras que a ella le tocaba la parte amarga de las obligaciones cotidianas. No importa qué hiciera, siempre estaba mal. 

Hubo muchos domingos en que Agustín iba en vano, pues no encontraba a nadie en casa. Sin anuncios previos, sin explicaciones, Mabel disponía del día para actividades a las que sentía tener no menos derecho que él. O simplemente se iba muy temprano a casa de su mamá para evitar que su padre «siga malcriando» a Esteban. Era en vano llamar. En general, no levantaba el fono y si respondía era sólo para aprovechar de hacerle reclamos de dinero. Agustín le daba la mitad de su sueldo, pero nunca bastaba. Esas discusiones terminaban siempre con una Mabel tirando el teléfono cuando él estaba hablando. 

Un buen día, casi al año de haberse separado, Agustín dejó de ir los domingos, tampoco volvió a llamar ni a responder llamadas. Cada domingo, sentado en la puerta de su casa, Esteban esperaba por su papá, aunque el hecho de dejarlo plantado sin avisar le servía a ella para confirmar lo que ya creía saber: que era un pésimo padre. En verdad, Mabel sintió alivio por su ausencia durante el primer mes, pero lo que no le hizo gracia fue advertir, la primera semana del mes siguiente, que había dejado de abonar el dinero acostumbrado.

Mabel se enteró por los padres de Agustín que había viajado fuera del país y que no les había dicho dónde ni cuándo volvería. Quizás lo sabían, pero no querían decírselo a ella. El juicio por alimentos y abandono de hogar no se hizo esperar, aunque nunca más volvió a saber de él a pesar de sus infatigables pesquisas. Ni siquiera regresó al país para el funeral de su padre, a los cinco años de su partida, al que ella acudió sin ganas sólo por ver si daba caza al fugitivo. 

A Agustín se lo tragó la tierra y la vida prosiguió su marcha. Trece años después, sin embargo, cuando Esteban cumplió 18, recibió una notificación de un banco local. Había un giro para él por 93,600 dólares, es decir, por la suma total de los 600 dólares mensuales que su padre había dejado de abonarle durante todos esos años. En efecto, afincado en Nueva York, en el condado de Queens, empleado en una tienda comercial de propiedad de unos empresarios chinos en Long Island, Agustín había podido ahorrar mes a mes la cantidad que acostumbraba dar para Esteban, esperando el día en que pueda entregárselo a él directamente, sin la mediación de su madre.  

El muchacho había crecido escuchando continuos reproches contra su padre, tanto de la boca de Mabel como de su abuela materna. Su ausencia la había sentido mucho pese a la corta edad en la que él se fue, pues las gratas experiencias compartidas, cuando estaba y cuando ya no estaba en casa, las llevaba en el corazón. Pero amaba mucho a su madre y no podía dejar de sentir que la culpa de su soledad y su sufrimiento durante los primeros años era sólo de su papá. La noción de que tenía un padre en algún lugar del mundo, cariñoso pero irresponsable, la tenía muy instalada en su cabeza. Es por eso que el inesperado giro recibido de parte de Agustín Fano Pastrana lo había dejado desconcertado.

Fue entonces que recibió una llamada de su abuela paterna. Ven a visitarme, le dijo, se trata de tu padre. La abuela le dijo que el deseo de su papá era que ese dinero fuera íntegramente para su educación superior. Le entregó también un maletín repleto de cartas que le había venido enviando, una por cada uno de los 156 meses que dejaron de verse y hablarse. Se las había remitido a la abuela para evitar que su madre las destruya sin entregárselas o que reinicie sus hostigamientos al descubrir dónde vivía. La última de ellas era una carta de despedida. Agustín había sido diagnosticado tardíamente de cáncer de próstata hacía pocos meses y estaba ya en su fase terminal. Había fallecido hace tres meses. Nunca dudes que te amé, fueron sus últimas palabras. 


Autor: Luis Guerrero Ortiz
Fecha: Lima, 23 de marzo de 2014
Fotografía © César Sampedro/ www.flickr.com

2 comentarios:

Pati A. dijo...

ojalá sea leído por muchas madres separadas a las que aún les cuesta mucho romper con la forma como fueron criadas

Unknown dijo...

Mis lágrimas saltaron casi sin esperarlas...Cuanto tenemos que aprender a escuchar al otro. Habrá que preguntar a la mamá si alguna vez amé a su hijo. Espero que muchas mujeres y especialmente muchas madres y en algunos casos padres, lean y mediten este testimonio. Gracias Dr. Luis.
Noemi Ortiz Vilchez

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Fotografía (c) John Earley/ flickr.com