11.2.12

No me digas que me amas


¿Tú me extrañas? La pregunta, que intentaba expresar con nerviosismo desde hacía media hora, le quebró la voz pero encendió y humedeció sus ojos, hasta ese instante atenuados por el miedo. Había reclamado mucho esta conversación y le había sido siempre esquiva. Ahora tenía nuevamente frente a sí su rostro de ninfa adolescente, sus largos cabellos alisados cayendo con gracia inigualable sobre sus hombros descubiertos, el entallado y liviano vestido azul que eligió para esta cita, su mirada piadosa y titubeante, sus largos y delicados dedos jugueteando distraídos con el tenedor, pero no era capaz de articular una frase más larga de manera coherente. Y es que no entendía por qué, después de tanto apego y tan exaltado deseo que se demostraran mutuamente en los meses anteriores, Sofía se había distanciado de ese modo. 

La sanguchería era modesta pero limpia y bien iluminada, la mayor parte de sus escasas y gastadas mesas estaba libre de parroquianos, lo que abonaba a la discreción que requería una plática como ésta. El tráfico de la avenida La Marina, especialmente ruidoso a esa hora de la noche, también contribuía a la reserva de la conversación con una conveniente sinfonía de bocinas, motores y silbatos. No era el mejor escenario para este encuentro, pero era lo que a su edad y considerando sus exiguos y eventuales ingresos, podía pagar. 

Los muchachos se habían conocido casualmente en la academia de natación. Una suma de pequeñas y ocasionales cortesías mutuas a lo largo de varias semanas, los había ido aproximando hasta derivar en la primera de sus citas fuera de la piscina, que luego se multiplicarían tanto como sus ganas de cruzar la línea de la amistad. En efecto, Ariel y Sofía, a escasas semanas de haber concluido sus estudios secundarios, se entregaron al amor con el entusiasmo y la generosidad que les permitía el hecho de sentirse, por fin, en el umbral de la vida adulta. Fue así que con el correr de los meses, sus encuentros furtivos en parques, cines y juguerías se fueron volviendo un hábito tan recurrido como disimulado al interior de sus casas. 

Es que había una sombra. Ariel tenía una pareja, hija de una antigua y muy buena amiga de su madre, que frecuentaba su casa desde los 14 años de edad, y cuyos padres ya consideraban parte de la familia. A Sofía le ocurría algo similar. Un joven cinco años mayor que ella, abogado y ex alumno del padre en el Colegio Militar Leoncio Prado, estaba proclamado como el novio oficial desde hacía un año. Ambos sabían que salirse del libreto iba a ser motivo de un escándalo familiar, con una inevitable secuela de censuras e iracundas represalias. Todas las veces que ella quiso terminar con él, la temeridad concluía en una recurrida frase materna: sobre mi cadáver. 

Sofía lucía más tranquila que él. Después de todo, a las mujeres se les educa para negar sus sentimientos cada vez que conviene al interés de terceros y, en este caso, su maquillado y agraciado rostro no reflejaba el dolor ni la angustia del instante. Ella seguía enamorada de Ariel, sus acongojados ojos no dejaban lugar a la duda. Además, se había puesto el vestido azul por agradarlo. Pero también era verdad que había enfriado las cosas con él deliberadamente: el tono cariñoso, las palabras mágicas, los engreimientos mutuos y el infaltable buen humor, los fue desplazando poco a poco por una calculada sequedad en sus cada vez más inusuales diálogos. Si había venido eludiendo esta reunión era para no pasar por el suplicio de las explicaciones. Después de todo, a Cortázar no le faltaba razón: en algún lugar debía haber un basural donde estaban amontonadas todas las explicaciones.

Las tardes de invierno suelen ser oscuras en Lima. A las seis de la tarde, el cielo era apenas una colosal, enrevesada y deprimente túnica gris que empezaba a derramar sus primeras lágrimas sobre esa parte de la ciudad. Ariel esperaba la respuesta de Sofía con impaciencia. Quería escuchar un sí rotundo de sus rosados labios, acompañado de un abrazo desesperado y un beso lo suficientemente apasionado como para borrar todas estas semanas de desconcierto y desazón interminables. Su respiración era rápida y tenía los puños apretados. Sabía que el día en que ella decidiera alejarse no tendría manera de retenerla. Su único recurso era invocar al amor.

Sofía observaba con desinterés el pan con pavo y salsa criolla que Ariel le había ordenado sin preguntarle, confiado en el conocimiento de sus preferencias que había acumulado a lo largo de estos meses de ardoroso romance. Miraba de tanto en tanto la calle y lo miraba a él cada vez que bajaba sus ojos o los clavaba en el vacío esperando su respuesta. Él tampoco comía el suyo. Por lo demás, sus distraídos y reiterados juegos con el tenedor, nunca tan bien acariciado como esa noche, habrían sido la delicia de Freud. A ratos se acomodaba la larga cabellera hacia el lado izquierdo, ensayando vanamente una trenza al paso que se desarmaba al soltarla. Por más esfuerzos que hacía por hablar, el temor al desborde le tapaba la boca. El rímel que adornaba sus bellos ojos tampoco le permitía llorar. 

El novio de Sofía, un joven perspicaz como todo hombre de leyes, sabía de la existencia de Ariel y sospechaba de esa extraña amistad. Pero sabía cuán importante era para ella la comodidad. Por eso, el sueldo que recibía en el estudio donde trabajaba le permitía comprarle siempre todo lo que le pedía. El asombro que le provocaban siempre los vestidos, carteras, joyas y zapatos que le obsequiaba sin regateos era genuino, lo que se había convertido en la llave mágica para mantener vivo su interés por él. La amistad con su padre, un coronel retirado que fue director del colegio militar donde estudió la secundaria y que siempre apreció su aplicación, perseverancia y disciplina, era su llave de repuesto. Él también había tenido 17 años y sabía cómo manejar los altibajos y vacilaciones de la adolescencia. Ariel no era motivo de preocupación. 

Alguna vez que le asaltó la curiosidad por conocer las razones de sus padres para haberle puesto el nombre de un detergente, se enteró que Ariel significa en hebreo el león de Dios y que son varios los ángeles portadores de ese nombre. En La Tempestad, una obra de teatro de William Shakespeare, Ariel es un espíritu del aire asociado a la música y la belleza, pero capaz también de desatar tormentas. Ese dato le había dado la certeza de su poder para elevarse por encima de las circunstancias y abrirle paso a sus deseos aún contra la corriente. Pero esa noche, Ariel era un ángel derribado y con las alas heridas. Sofía se le iba, y aunque sólo le bastaba un sí para elevarse nuevamente hasta los cielos, su silencio lo estaba arrojando hacia el abismo. Estaba dispuesto a luchar, pero necesitaba saber si ella quería hacerlo también. 

El minuto que se tomó Sofía para responder a la pregunta fue para él una eternidad. No le había preguntado si lo amaba, porque esa respuesta podía ser fácil de pronunciar. Le había preguntado si lo extrañaba, pues sólo se extraña con agobio lo que se ama y se necesita de verdad. Entonces clavó su mirada en ella, urgido de una frase, de una palabra, cualquiera que ésta sea, pero que termine con la angustia de la espera. Su cabeza presagiaba lo peor y la tensión de su rostro reflejaba el miedo, pero su corazón mantenía la esperanza y la confianza en el amor.

De pronto, el silencio se rompió. Sofía alzó sus hermosos ojos pardos, soltó el tenedor sobre la mesa, se alzó el cabello de la cara con la gracia de una diosa y haciendo gala de una sorprendente serenidad, despegó sus delgados labios y le dijo sin titubear:

Sí Ariel, yo te extraño… pero lo extraño también a él.

Por primera vez en su corta vida, Ariel sintió ese agudo dolor en el pecho que sobreviene al desamor. Por un segundo sus ojos se desorbitaron, desesperados por encontrar un lugar de la mesa, de la pared o la ventana donde clavar la vista lejos de ella. Estiró sus dedos y los contempló por un breve momento, como quien intenta reconocer una parte de su cuerpo que pareciera no pertenecerle. En ese perverso instante había dejado de ser el León de Dios, para convertirse en el Ariel que en uno de los libros de la Biblia Gnóstica conducía a los espíritus desencarnados hasta el hoyo ardiente de la muerte segunda. Se sentía sucio, ridículo, insignificante. No entendía qué hacía allí sentado delante de una muchacha extraña y en ese lugar nauseabundo, con un mugriento sánguche sobre su mesa cuyo hedor le parecía insoportable. Sólo atinó a levantarse en silencio, cerrarse la casaca y dirigirse hacia la puerta para perderse entre las sombras de una noche sin luna. Atrás quedó una joven de vestido azul, sentada y taciturna contemplando con extraña calma dos sánguches de pavo, intactos, bien servidos, merodeados con insistencia por una mosca insolente. 


Autor: Luis Guerrero Ortiz
Fecha: Lima, 02 de marzo de 2014
Fotografía © elhombredelotrodia/ www.flickr.com

1 comentario:

Unknown dijo...

Felicitaciones, muy interesante la lectura, Usted, siempre ta agudo y profundo, porque hay mucho más
por decir... el encuentro y el desencanto cuando oímos de la otra persona lo que no queremos oír. ¿Me extrañas? Sí, pero al otro también...
¿Qué extraña pregunta y relacionarla con el AMOR, porque también la costumbre de estar juntos, nos lleva a decir "Te extraño..."

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Fotografía (c) John Earley/ flickr.com