11.2.12

La llamada


Conversamos por teléfono durante más de una hora. Te pregunté dónde estabas, te conté qué estaba haciendo. Recordamos el cumpleaños horrible de mi tía Dora al que te invitó mamá, la vez que me caí sobre el rosal del parque, el día en que se escapó mi gato y regresó todo mordido después de días. Me describiste el último resbalón de tu abuelita Adela, de quien solías hablarnos con cariño, y te pedí que me repitas alguna de las historias que te contaba de niña. Los temas aparecían en mi cabeza sin conexión y me escuchabas siempre con la misma atención, sin impaciencia, devolviéndome una frase amable o divertida, riéndote conmigo o asombrándote con ternura de cada una de mis simplezas.

Nunca nadie me había mostrado ni me mostraría después tanto interés en las pequeñas cosas que eran importantes para mí. Nadie se había mostrado tan dispuesto a posponer sus asuntos para oírme, nadie me había dedicado hasta entonces ni me dedicaría de grande tanto tiempo a escuchar con infinito respeto lo que yo necesitaba decir. He conservado en el corazón esa llamada caprichosa que obligué a mi madre a realizar esa tarde, a costa de un gran berrinche. No era que tuviera nada urgente que decirte. Había tenido un mal día y sólo necesitaba oírte, contagiarme de tu alegría, saber algo de ti y confirmar por si hiciera falta que no era uno más del salón y que a ti también te interesaba saber sobre mi vida. Compungido y tímido, ofrecí llamarte otra vez. Me dijiste que nada te haría más feliz. Nunca más lo hice. 

Me duele ahora un poco la cabeza, aunque mucho más la espalda. 

¿Recuerdas cuánto lloré el último día de clases? Tú estabas desconcertada, mi madre incómoda y mi padre molesto. No pude representar mi papel. Me sacaron de la ceremonia de clausura y me reprocharon con amargura por el mal rato que les hice pasar. No me era posible entonces encontrar palabras para explicar la angustia y el inmenso vacío que sentí al tomar conciencia de que nos estábamos despidiendo. En efecto, después de ese día, ya no volví a saber de ti. 

Hace frío, mucho frío. El cielo está oscuro todavía. 

Mi divorcio fue una consecuencia de una larga cadena de incomprensiones, en la que ninguno de los dos tenía tiempo ni interés para prestar atención a las razones del otro. Menos todavía para tomarlas en serio. Tampoco para disminuir el dramatismo que viene con la ira y reírnos juntos de nuestras mutuas torpezas, como hacías conmigo cada vez que lloraba de rabia o de tristeza en el salón de clases. Ya, ya, ven para acá, me decías y me abrazabas, recordándome que cuando se está con cólera se dicen tonterías sólo para molestar, no porque de verdad las creas. Cuando me hice adulto, sin embargo, comprobé que la gente apunta todo y no te perdona nada, ni lo grave ni lo insignificante, aunque no te lo hagan saber sino hasta el día en que no hay posibilidad ni ganas de meter reversa al descalabro.

Ahora llueve. Llueve mucho. La lluvia limpia mi rostro. 

Renuncié con inmenso dolor a mi trabajo por motivos muy parecidos. Me rindo, le dije a mi jefe muy decepcionado. Usted nunca me presta atención. Me cansé de eso. He intentado explicarle muchas veces que no podemos darle forma a este gran proyecto mientras cada empleado siga en lo suyo, juzgándolo todo desde su esquina, sin deseos sinceros de entender el punto de vista de los demás ni de pensar como empresa. Para resolver esto necesito su apoyo, pero usted no escucha, lo relativiza todo y deja las cosas como están para no tener que pelearse con nadie. Fue inútil. Me dejó ir. Todas las energías que puse en esto se fueron por el caño. Tú, en cambio, estabas siempre tan atenta a todos. Te importaba tanto lo que ocurría entre nosotros, que a la rencilla más boba le dabas valor y nos ayudabas a entender los motivos de nuestras diferencias. Cuánta paciencia le tenías a Mabel. Qué odiosa niña. Y cuánto cambió después gracias a ti. 

El cielo empieza a mostrar claridad. La lluvia ha atenuado, el sol se abre paso.

La enfermedad de Julito fue quizás lo peor que me pasó. Trabajé muy duramente y sin descanso para afrontar los enormes gastos de su tratamiento, abandoné mis estudios de posgrado, me endeudé, vendí mi viejo Volkswagen negro, comía tan mal que perdí mucho peso, pero pude sacarlo adelante. No obstante, su madre y mis ex suegros jamás dejaron de culparme por la desgracia, como si yo hubiera puesto ese extraño virus en su sangre. Nada de lo que hice para salvarlo fue suficiente, siempre estaba más atrás de sus exigencias, como si yo tuviese poder para fabricar dinero sin esfuerzo, como si sólo fuese hijo mío y a la madre sólo le tocara llorar. En la otra orilla, mi esposa no dejaba de reprocharme con indignación que el dinero extra que yo aportaba durante los años que duró el tratamiento, se lo estaba quitando a nuestros hijos. Tú me enseñaste la compasión, y qué difícil me ha sido volver a encontrarla en mi camino desde que dejamos de vernos.  

El cielo despejó, la lluvia ha cesado. Ahora el agua del río me cubre las piernas. 

La lluvia por lo menos ha limpiado mi cuerpo. Ya no estoy cubierto de barro. No se cuánta sangre he perdido desde anoche, pero ya no me duele nada. Sólo no puedo moverme. En verdad, se estaría cómodo aquí abajo si no fuera por el frío. Quisiera una manta. Anoche se oían sollozos, hoy sólo se escucha el sonido del amanecer. Ese bus era muy viejo, ese chofer tenía los ojos muy cansados. La carretera hacia Antabamba es muy mala y estaba reblandecida por la lluvia. Había tanta gente allí dentro y con tanto equipaje. La muerte, sin duda, viajaba con nosotros.

Estaremos a 200 metros de la carretera cuesta abajo. Cuánta soledad. Cuánto silencio. 

Si estuvieras aquí ahora me abrazarías. Me abrigarías, me dirías que todo va a pasar muy pronto y me harías reír de alguna forma. O llorarías conmigo con misericordia, como una vez lo hiciste a mis cinco años cuando murió el conejo gris que era la mascota del grupo. Han transcurrido cuatro décadas desde entonces. Hoy debes tener sesentaicinco. No sé cuál habrá sido tu destino ni si te acuerdes aun de tu pequeño Tomás. Pero si quisiera seguir viviendo es porque conservo todavía la esperanza de hallarte en otros rostros, en rostros más gentiles que los que conocí después, en rostros que sepan devolverme el mismo amor que me expresaban tus ojos. No me muevan de aquí por favor, ni siquiera me toquen, aquí estoy bien, aquí estoy bien. Sólo quiero un teléfono. Mamá, dame su número. No, no voy a molestar, te lo prometo, será sólo una llamada.


Autor: Luis Guerrero Ortiz
Fecha: Lima, 25 de diciembre de 2012

1 comentario:

Pancho Marcone dijo...

Conmovedor. ¿cuántas maestras y maestros serán así? Cuántos habrán dejado una verdadera huella en sus alumnos?
Pancho Marcone.

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