3.12.10

El Chevrolet que ya no quería caminar


Me era más o menos frecuente encontrarme, camino a la escuela, con ese añejo y hoy en día invaluable Chevrolet Roadmaster saliendo del mercado, cargado de sacos con verduras hasta el límite de sus fuerzas. Los bultos lo rebalsaban literalmente, pues costales, bolsas y canastas se salían por las ventanas hasta invadir y colmar el techo sin misericordia. El pobre auto caminaba muy despacio y los incontables kilos de yuca, papa, camote y coliflor que llevaba a cuestas, presionaban la carrocería hacia abajo hasta hacerla rozar el suelo. Era un espectáculo curioso y conmovedor, que despertaba en mí una extraña mezcla de risa, asombro y piedad.

Más adelante, cuando aprendí las leyes de la física, descubrí por ejemplo que si sobre un cuerpo no actúa ningún otro, este permanecerá indefinidamente moviéndose en línea recta con velocidad constante. Se deduce entonces que, en caso contrario, la velocidad queda afectada y hasta podría cesar el movimiento. Entonces comprendí que lo que le ocurría al pobre Chevrolet de mi infancia, le ocurría también a los barcos y submarinos, a las naves espaciales o a las carretas tiradas por burros: el peso de su carga puede llegar en algún momento a hacerles perder velocidad e incluso a paralizarlos.

En verdad, no es difícil imaginarlo. Cuando el peso que se arrastra supera sus fuerzas, el auto se planta sin contemplaciones, el barco y el submarino se hunden en las profundidades del mar, la nave cae a tierra y el burro se detiene, sin que nada ni nadie pueda volver a moverlo. Allí no hay transacciones que valgan, las invocaciones no funcionan, las promesas, los premios o los castigos tampoco, los ruegos menos. El movimiento simplemente se cancela y punto.

Con los años comprendí que esta sencilla sabiduría de las máquinas y los animales, muy avalada por las leyes newtonianas, no la tenemos los humanos. Acumulamos sobre las espaldas numerosas obligaciones, de respetable peso y volumen, sin preguntarle al cuerpo, a la mente o al corazón hasta dónde pueden cargar con ellas y, lo que es peor, forzándolos a mantener la misma celeridad. Y como el viejo Chevrolet, arrastramos por plazas y calles, con asombroso estoicismo y resignación, voluminosos costales repletos de deberes impostergables, esforzándonos hasta el delirio por no perder el ritmo.

En ocasiones, hacer esto se vuelve inevitable. La necesidad material o las crisis de distinto orden suelen obligar al sobre esfuerzo. Sin embargo, más allá de cualquier circunstancia, a veces convertimos la rutina y el destino de aquel Chevrolet en una (gloriosa) manera de vivir. Ocurre que no toda desmesura en la auto exigencia tiene siempre una motivación objetiva, ni tampoco –muy importante- todo esfuerzo, desesperado o sereno, torpe o sagaz, por aliviar la carga es necesariamente expresión de inconsciencia, indolencia o desamor.

Yo he actuado muchos años como el viejo Chevrolet. Y es por eso que ahora, cada vez que descargo un saco de maíz o me resisto a subir otro de azúcar, aunque sea por hoy, aunque sea hasta la esquina o hasta el próximo lunes, debo luchar contra la culpa y el bochorno o enfrentar reproches, rencores y antipatías. Contra mi antigua costumbre, cada vez que el peso de las obligaciones que cargo con entusiasmo empieza a tirarme hacia abajo y está a punto de derribarme otra vez, suelto alguna. Y asumo, no sin dolor pero con serenidad, todas las consecuencias.

¿Cuál es el límite? Es muy difícil estimarlo. Hay momentos en los que puedes jalar varias sogas al mismo tiempo sin perder el paso. Hay instantes en que apenas puedes con una. La medida no es sólo física, es también espiritual, aunque es el cuerpo generalmente el que te enciende las luces rojas. En el código del viejo Chevrolet, podría ser sólo cuestión de llantas o combustible, pero también el motor, el sistema eléctrico y hasta la resistencia de su estructura metálica, que es una el día de su estreno y otra después de recorrer miles de kilómetros. En cualquier caso, el auto detiene su marcha cuando toca fondo. Nosotros no.

Me gusta lo que hago. Me ilusiona lo que hago. Amo lo que hago. Por estas tres simples razones, quiero seguir haciéndolo por muchos años más. ¿Puedo hacer más de lo que hago? Sí, mucho más, de eso estoy seguro, pero sólo por poco tiempo. Eso no lo sabía antes, lo sé ahora. Por eso espero, confío, ruego, que cada vez que esto no se entienda ni se acepte, me tomen prestado el recuerdo de aquel Chevrolet de mi niñez, repasen la ley de la inercia y el principio fundamental de la dinámica, y apliquen estas nociones a sus propias vidas. Cada vez me convenzo más de que, al menos los de mi generación, tendríamos que aprender a vivir con una cuota menor de realizaciones y una dosis mayor de salud mental, no sólo por el propio bien sino de todo lo que más amamos.

Autor: Luis Guerrero Ortiz
Lima, 12 de diciembre de 2010
Fotografía © Héctor Sánchez/ www.flickr.com

1 comentario:

Pati A. dijo...

relajarte mas, auto exigirte menos, para ser mas... mas feliz, mas sano, mas sabio. Doroti y Malone

Todos mis cuentos

Todos mis cuentos
Fotografía (c) John Earley/ flickr.com